miércoles, 19 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. EL SUP3IA como animal cultivado

Me considero un tío inteligente, para que negarlo. Me gusta mantener inteligentes conversaciones con mis inteligentes amigos sobre temas inteligentes que, al parecer, a un porcentaje lamentablemente alto de mis conciudadanos no les importan una hez (por cierto, qué fea es esta palabra, uno intenta no ser un ordinario, pero lo cierto es que "mierda" tiene muchísima más sonoridad). La prueba evidente está, por ejemplo, en la brillante iniciativa del grupo Prisa, que no hace mucho tiempo sustituyó su canal de noticias CNN+ por una emisión de 24 horas del Gran Fulano. Total ¿A quién le importan los índices bursátiles, el golpe de estado en Tenochticlan o los diez mil muertos del último terremoto en Uagadugu? Lo importante es ver si el Chuky se ha zumbado ya a la Vane y a la Jessi en el jacuzzi mohoso.

Paso bastante tiempo pensando, conjeturando, divagando sobre temas trascendentes (y no fumo nada). Me encanta leer todo tipo de cosas sobre ciencia o historia inaplicables, por lo general, a mi vida diaria. Me gusta buscar soluciones ingeniosas para problemas cotidianos y por supuesto no me aburren los documentales de la dos. Todos los días lamento que aún no se haya inventado algún dispositivo, tipo disco duro, que pueda conectar a algún orificio de mi cuerpo (sí ¿Qué pasa?, CUALQUIERA. No me importa demasiado la dignidad de dicho orificio) donde poder almacenar todas las cosas interesantes que leo y que me gustaría no olvidar… Por que ese es mi gran problema: tengo una memoria nefasta que durante toda mi vida me ha traído de cabeza. Una vez, al poco tiempo de estar saliendo con la que hoy es mi mujer, olvidé que había quedado con ella para salir a cenar con motivo de su cumpleaños. Y encima me presenté con unos amigotes como si tal cosa para ir a tomar algo. Aquello estuvo a punto de costarme un disgusto... Y como esta muchas otras.

También, aunque no sea un signo incuestionable de inteligencia, me encanta leer y escribir (y no hacerlo de cualquier manera), y aunque el estilo de Ken Follet me cae algo lejos, sí que tengo cierta chispa. Por desgracia en los días que corren, eso de leer y escribir bien está bastante infravalorado, y mucha gente que conozco culminó su obra literaria con los cuadernillos Rubio. Nadie es más inteligente que otro por leer más, aunque desde luego es un signo de inquietud intelectual. Y eso que en mi caso ni siquiera puedo hablar de tener más conocimientos, ya que si bien he leído bastante (aunque menos de lo que me gustaría), también olvido con bastante facilidad lo que otra gente no tiene problemas en recordar (por mi preocupante problema memorístico). Igual muchas veces tendría más paz interior mirando a Carmele Marchante y María Patiño en la tele como un zombi, pero es que no me sale.

A lo largo y ancho de toda mi vida de estudiante, mi memoria siempre se me ha antojado una limitación. Desde que tengo conocimiento, no he sido capaz de memorizar grandes cantidades de información sin más. Es por eso que probablemente nunca he sido un estudiante brillante. Sólo lograba destacar en aquellas asignaturas en la cuales el profesor conseguía captar mi atención y en las que comprendía, antes de asimilar, lo que me estaban contado (lo cual no ocurría con la necesaria frecuencia). De otro modo, con suerte lograba memorizar algunos datos (a veces insuficientes) unas horas antes de los exámenes para, inmediatamente después, desterrarlos de mi conciencia. Me llevó tiempo entender que una memoria prodigiosa unida a mi deslumbrante intelecto era un lujo que la naturaleza no podía permitirse, así que me conformé con estar ligeramente por encima de la media aritmética en mis actividades extracurriculares (se me está desparramando el ego por las costuras...).

Mis primeros recuerdos académicos evocan a un niño más bien pequeñajo, gafotas y con cara de no haber roto un plato, en un colegio público algo marginal. No se me daba mal el cole. Sacaba buenas notas y con mi cara de angelito tenía a la mayoría de los profes en el bolsillo. La verdad es que no lo recuerdo como una época tortuosa, porque no recibí demasiados palos de mis compañeros por mi condición de empollón de tipo estándar. Curiosamente, tuve buena relación con la mayoría de los matones y los repetidores, y algunos se contaron entre mis protectores cuando, por algún giro inesperado del destino (o por algún imbécil) me metía en una pelea. Recuerdo con bastante cariño a un par de profesores y a varios de estos compañeros problemáticos, y a veces me pregunto que habrá sido de sus vidas, pues quedaron atrás, en otra ciudad a 700 kilómetros y nunca más recuperamos el contacto.

Ya entonces se me daba bastante bien escribir, también dibujaba decentemente y gané varios concursos de literatura y de dibujo que me reportaron cierto prestigio en el centro y algunos beneficios en forma de premios, de los que el colegio también sacó tajada. De hecho, el primer ordenador y la primera fotocopiadora que entraron en aquel reducto de la enseñanza se compraron con un premio que yo gané. Fue un concurso de dibujo nacional, organizado por el Ministerio de Sanidad y Consumo. El premio en metálico se dividía en tres partes: una parte para el alumno, otra parte para el centro y una tercera, por alguna extraña razón, para el profesor. Con el dinero que me tocaba compré mi primer PC: Un flamante 8088, con una disquetera de 3’5 pulgadas y otra de 5 y ¼, sin disco duro y con un monitor CRT en blanco y negro. El colegio, como he dicho, compró un ordenador y una fotocopiadora. Y la profesora, que por cierto, no me daba dibujo sino lengua (?) y ni siquiera era mi tutora (pero curiosamente sí la directora del colegio), se compró una flamante cámara fotográfica… Ya entonces no lo entendí, pues me pareció mucho más lógico que hubiera destinado su parte para algún fin común de la escuela o, al menos, para invitarse a una juerguilla en el claustro de profesores. Supongo que debió ser uno de mis primeros encontronazos ideológicos con esta puñetera sociedad.

Fueron días de vino y rosas para un preadolescente: premios, viajes, entrevistas en la tele, encuentros con ministros, actores y presentadores de televisión... Conocí al entonces ministro de Sanidad Julián García Vargas, a Jesús Hermida (un enano ajado y estúpido) y a Pedro Ruiz (igualmente enano, pero más simpático). También me hicieron un par de entrevistas en teles locales (mucho antes de que existiera YouTube, afortunadamente). De hecho, de haber cultivado más esa faceta igual hubiera llegado a ser alguien en el mundo del dibujo... O bien habría acabado durmiendo bajo un puente en el arroyo, pues sólo unos pocos privilegiados (que no siempre son los mejores) consiguen vivir de eso. Hay que decir que hay gente muchísimo más buena que yo viviendo de su arte, pero también hay otros tantos igualmente buenos que, con suerte, están trabajando en una pizzería. Como no podía ser de otra forma, también hay muchos que no pintan (literalmente) una mierda (me niego a usar otra vez la palabra "hez") y viven (muy bien) de sus obras a costa de cuatro gilipollas snobs y pseudos-intelectuales que ya no saben en que gastar el dinero... Supongo que es el precio que hay que pagar por vivir en una sociedad tan diversificada y harta de todo, que es capaz de meter un cagajón con dos palitos y una pinza de la ropa dentro de una urna y exponerlo en un museo. Así que, en lugar de potenciar mi habilidad, me conformé, una vez más, con estar ligeramente por encima de la media...

Acabé el colegio e ir al instituto me pareció el paso lógico. Parecía lo más útil e interesante (y tampoco es que tuviera muchas más opciones). Continué dibujando y escribiendo, e incluso gané algún otro concurso, pero mis días de gloria habían pasado y fueron efímeros. Los estudios, ahora un poco más serios, soterraron mi esplendor y allí, entre libros, deporte y hormonas -las niñas ahora eran adolescentes y algunas empezaban a estar bien buenas...- me difuminé entre la multitud.

El instituto resultó ser otro mundo. La cercanía y la humanidad del colegio eran cosas del pasado. Allí la mayoría de los profesores llegaban, soltaban su rollo y se largaban. Supongo que es por eso que no recuerdo casi nada de ninguno de ellos, y los pocos recuerdos que tengo no pasan de ser meras anécdotas. Como aquella vez que un profesor de inglés me lanzó un borrador por estar hablando con mi compañero. Cuando le miré espantado me dijo: "La próxima vez te daré...". Recuerdo un poco a aquel tipo, principalmente por aquel incidente, y también porque resultó ser tío de una de las pocas compañeras de clase con la que tenía cierta amistad. Al final fue incluso un buen profesor de inglés y hasta me cayó bien.

Estuve en aquel centro un par de años y me resulta muy triste no recordar casi nada. A penas soy capaz de fijar alguna cara de los profesores, y no recuerdo casi a ningún compañero ni sus nombres. Al menos sí que me vienen a la memoria muchas imágenes de situaciones y personas del club de atletismo del instituto, donde estuve federado esos dos años. Especialmente de cierta compañera morena de ojos azules con un culo con el que debía poder cascar nueces. Bastante inaccesible por cierto, aunque simpática y por ende buena corredora de fondo (o al menos eso me parecía a mi cuando me ponía a entrenar con ella y yo acababa medio mareado, doblado de dolor y sudando como un cerdo, mientras ella me miraba condescendientemente con su encantadora sonrisa…). También me acuerdo de mi primer ligue, una chica de clase con la que debí salir uno o dos meses antes de que volvieran a trasladar a mi padre. Quedamos para estudiar unas cuantas veces y al final hubo un poco de roce, pero la cosa no fue muy bien, pues la chica no entendía como yo, con 15 primaveras y más verde que una ensalada de espinacas, no me quedaba con ella y dejaba que mi familia se marchase al otro lado del país (cuanto daño han hecho las películas de amor adolescente...). El caso es que al final nos despedimos de forma amigable e incluso le escribí en cuanto nos hubimos mudado; pero un día me llegó una carta de ella que me ponía a caer de un burro, a mí y por extensión a mi familia y amigos, así que tome la determinación de olvidarme sin más del asunto.

A nivel intelectual siempre parecieron dárseme bien las letras, Mis mejores notas generalmente fueron en Historia, Geografía o Filosofía. No es que fuera un repositorio de nombres, fechas y acontecimientos como otros compañeros (a los que por lo general superé en calificación). Pero se me daba bien dar forma y cohesión a las cosas que escribía, y haciendo uso de unos pocos datos bien afianzados construía unos relatos bastante resultones y más breves que los de la mayoría de mis coetáneos de clase. Solía entregar menos folios y en menos tiempo, y por lo general obtenía mejor puntuación. Esto sacaba de quicio a más de uno de los que lograban meterse en la cabeza cada fecha con sus nombres y apellidos y entregaban 40 folios de datos a cajón, inconexos y con faltas de ortografía. Al menos mis exámenes podían ser leídos enteros y sin encontrarse con chirriantes cagadas semánticas, sintácticas y gramaticales, lo que supongo que al final era de agradecer...

No puedo decir lo mismo, sin embargo, de mis habilidades para la ciencia. Se da la circunstancia de que me encantan la física y la química, incluso las matemáticas, pero desde siempre me han supuesto un mayor esfuerzo y cuando tenía que clavar codos durante los largos y calurosos veranos siempre era por culpa de una o más de estas disciplinas. El problema no era tanto el hecho de no entender como el hecho de no memorizar (como siempre). Nunca llegué a memorizar ciertos teoremas o demostraciones, y los elementos de la tabla periódica se me amontonaron y se me hicieron una bola intragable… La verdad es que es un poco deprimente, porque desde bien temprano tuve claro que quería ir por el camino de la tecnología. Así que me lié la manta a la cabeza y, cuando me llegó el momento de elegir, me empantané hasta las cejas tirando por ciencias puras ¡Con dos cojones!... Desde entonces he recibido más palos que una piñata, pero bueno, aquí estoy, viviendo decentemente (sin grandes alardes) de esto.

Si el instituto era otro mundo, la Universidad resultó ser como una dimensión paralela y surrealista. Llegué allí, con cara de pardillo y antes de poder darme cuenta, había acabado el primer curso, y yo miraba, con la misma cara de pardillo, pero con unos cuantos tonos de piel por debajo de lo saludable, la lista de asignaturas y mis correspondientes calificaciones. Estuve a nada de mandarlo todo al cuerno, pero tras muchos quebraderos de cabeza, llanto y rechinar de dientes, decidí aceptar la segunda oportunidad que me dio mi padre y volver a intentarlo. Lo que desde luego vi muy claro en aquel momento es que, si quería trabajar antes de empezar a tener problemas de próstata, debía dejar la ingeniería superior y matricularme en la ingeniería técnica.

Aproveché aquella segunda oportunidad y me deslomé estudiando, el resultado fue modestamente satisfactorio y pude continuar mi carrera a trancas y barrancas. Pese a un segundo año moderadamente grato en lo académico, el camino estuvo lleno de escollos y decepciones. Al final me habían curtido tanto el lomo que ya ni me dolía y después de unos años eternos conseguí salir con bien de aquello. Una vez más busqué evadirme y destacar en actividades paralelas, esta vez en forma de revistas universitarias.

Estuve un par de años dibujando en una publicación de la facultad con la que no estaba especialmente comprometido, pero les hacía llegar mis cómics regularmente, lo que constituía una buena vía de escape para mi torturado artista interior. Mi ego se vio alimentado durante un tiempo cuando averigüé que, desde el momento en que yo empecé a dibujar para ellos, los mil o mil quinientos ejemplares se agotaban en cuestión de minutos. Me enorgullecía saber que algunas personas incluso coleccionaban mis historietas y se deshacían del resto poco aprovechable. La verdad es que no podía quitarles razón, la revista, que había nacido como medio de expresión independiente para los alumnos, acabó convertida en un panfleto aburrido y politizado a cargo del consejo de alumnos. Esta circunstancia, sumada a un nuevo curso nefasto, hizo que dejase de dibujar para pegar otro apretón en los estudios. Poco después ese fanzine murió.

Un día en la cafetería, probablemente mientras nos escaqueábamos de alguna clase, unos amigos y yo decidimos poner en marcha una nueva publicación. Conseguimos los permisos necesarios y con el beneplácito de nuestra querida escuela universitaria nos hicimos fuertes en un despacho junto al consejo de alumnos. Dirigí aquella revista durante dos años, volvía a dibujar y escribí bastantes artículos. Lo bueno de aquel proyecto es que lo pusimos en marcha un puñado de amigos que teníamos en común cierto tufillo a marginales sociales con talento, con lo que hicimos un opúsculo muy a nuestra medida. La verdad es que, como todos teníamos algo de bichos raros, no pensamos que la cosa fuera a funcionar. Simplemente nos encantaba pasar tiempo en aquel despacho. Casi siempre había allí alguno de nosotros (generalmente más de uno), entre las clases y durante las mismas, como si defendiéramos un fuerte. Nos reuníamos frecuentemente para planificar los contenidos, hablar de patrocinadores y poner a caldo a todo el mundo. Contra nuestros pronósticos, la revista ganó pronto a su público y empezamos a tener más notoriedad que el consejo de alumnos (al que logramos mantener a raya). Saboreamos durante un tiempo el que llamaban cuarto poder y entendimos su significado: El consejo nos respetaba (o temía), estábamos pared con pared y no era difícil enterarse de sus tejemanejes. Los profesores empezaron a medir sus palabras en clase para que no les sacáramos punta (o nos regalaban alguna agudeza para aparecer en nuestras "pizcas de genialidad"). La tirada se agotaba incluso antes que en la anterior publicación, y la gente ahora coleccionaba la revista completa. Nos embriagamos de la ambrosia de los poderosos (a muy pequeña escala) y lo disfrutamos… Aunque me siguieron dando por culo en Estructuras de Datos…

Por desgracia mis necesidades de manutención eran inversamente proporcionales a mis ingresos y me tuve que proponer muy en serio terminar mi vía crucis e intentar simultanearlo con el trabajo. La revista molaba mucho sí, pero era gratuita y aunque no lo hubiera sido, una tirada de 1500 ejemplares no habría dado de comer ni a un gorrión. Una vez más tuve que abandonar una actividad que me encantaba para enfrentarme al mundo cruel. Así que fui delegando poco a poco mis responsabilidades, hubo una cruenta lucha de sucesión y al final el proyecto murió, en su mejor momento, como las grandes estrellas de rock.

En ocasiones añoro mis tiempos de la Universidad. Eso suele pasar casi siempre cuando nos juntamos a comer o a cenar algunos de los amigos de entonces. El vino y la cerveza suelen nublar los sentidos y nos hacen volver con nostalgia a aquellos días que aparecen envueltos en una bruma de idealismo. Pero al final se impone el sentido común. Yo no digo que no se viva bien de estudiante, sobre todo cuando puedes vivir enganchado a la yugular de papá si que nadie te ponga pegas. En mi caso, los buenos recuerdos se limitan a hechos puntuales, algunos realmente significativos, otros meramente anecdóticos, aunque la mayoría poco tienen que ver con el ámbito estudiantil. Académicamente hablando las cosas no fueron, ni de lejos, de color rosa. Claro que yo no salía de botellón de jueves a domingo. No me recorrí las fiestas de todas las facultades a la búsqueda del coma etílico. Tuve muchos problemas para aprobar ciertas asignaturas (además me preocupaba no hacerlo). Y por si fuera poco había meses que no tenía dinero ni en la caja del Monopoly... Así que, sinceramente, la Universidad no es para tanto. Claro que si algún día tengo dinero de sobra y muchas ganas, igual vuelvo al campus para estudiar algo de humanidades y mejorar mi opinión al respecto... O mejor me voy de crucero hasta que se me quiten las ganas de hacer semejante gilipollez…

domingo, 16 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. El SUP3IA y el Trabajo (y III)

En los dominios del Señor Oscuro

Desde el principio me negué en rotundo a vivir en las tierras del Señor Oscuro. De entrada no tenía nada personal contra aquel pueblo, salvo que siempre me había dado la impresión de que el adjetivo "capital" le venía un poco grande, por mucho que alguien hubiera decidido meter un montón de dinero para hacer de él una ciudad de verdad, por el mero hecho del centralismo geográfico. Como lugar turístico no está nada mal, personalmente me encanta la historia y la arqueología. Pero a partir de las cinco de la tarde aquello está más muerto que el pájaro dodo... Y además ¿Por qué narices allí no levanta la niebla a medio día como en todas partes?... Lo que yo digo, aquel lugar tiene algo maligno. Así que decidí hacer el sacrificio, y durante un par de años en autobús y unos cuantos más en coche compartido, he estado yendo y viniendo. Ahora, después de un lustro de madrugones, carretera y comidas a deshora, tengo que reconocer que algo de inquina sí que le he cogido...

Como operador trabajé casi un año en el Servicio Regional de Tiritas y Fonendos. Estaba en la sección de Redes y Comunicaciones y tuve buenos jefes y mejores compañeros. Ya no hacía tantas salidas a servicios periféricos, aunque las idas y venidas diarias lo compensaban con creces. El trabajo tampoco era ingrato, básicamente consistía en gestionar y monitorizar las comunicaciones. Desde armarios de conexiones hasta configuración de proxys y firewalls. Pero sin grandes apreturas. La verdad es que el sistema estaba muy bien montado cuando yo llegué y había gente que pilotaba de sobra, con lo que no puede hacer mucho más que aprender de ellos unas cuantas cosas mientras estuve allí. Así que muchas mañanas las pasábamos optimizando configuraciones, leyendo documentación y curioseando en los proxys las páginas que visitaban algunos personajes confiados en sus acogedores y privados cubículos. Era una sensación de poder muy gratificante y, para que negarlo, nos echábamos unas risas; sobre todo al imaginar la cara de más de uno cuando al día siguiente intentaba emprender su sexual aventurilla del día anterior y se encontraba con el pantallazo de turno llamándole poco menos que viciosillo salido. La pena es que todo era demasiado aséptico: "La web que está intentando acceder ha sido bloqueada por el Servicio de Informática por su contenido inapropiado...". ¡Qué ganas de haber terminado el mensaje con un "GUARRO, DEJA DE TOCARTE" en Arial 72, negrita y rojo parpadeante...!

Tras casi cuatro años desde que terminara la carrera, se me presentó la oportunidad de volver al desarrollo. Sin que llegara a peligrar mi puesto en el Servicio Regional de Tiritas, me llamaron de la última de las bolsas, la de Técnico. En términos prácticos era el grupo laboral más alto al que podía acceder debido a mi titulación. Era en los Servicios Centrales de mi anterior destino, la Consejería de Asuntos Rurales. Tendría que seguir en Mordor, pero cobraba un poco más y además me destinaban a un ambicioso proyecto de .NET: ASP, Visual Basic y SQL.

Me costó un poco tomar la decisión porque estaba muy a gusto con mis compañeros. Pero las redes no terminaban de llenarme y prefería probar fortuna en un entorno del que a penas sabía nada. Para cuando tuve que incorporarme a mi nuevo puesto, ya había repasado mis apuntes de SQL, ojeado un manual de .NET y programado hábilmente un par de "Holas Mundos" bastante resultones. Estaba dispuesto a enfrentarme a los avatares de la programación de objetos y los frameworks de desarrollo. Llegué allí dispuesto a aprender y a comerme el mundo (después de decirle hola). Tuve una entrevista con mis nuevos jefes y me mostraron mi nuevo puesto..., en la sección de Infraestructuras y Comunicaciones. ¡Mierda!, más cables y redes...

Trabajar para la Administración tiene estas cosas. Te ofrecen un puesto que te interesa y aceptas, luego, si eso, ya te colocan ellos donde mejor les vienes. Ser informático en el ente público implica que todo te suene bastante y luego te especialices sobre la marcha, si es que te dejan. Sólo hay que ver el temario de una oposición: dominio de cinco lenguajes de programación, conocimientos de otros tantos sistemas operativos, abstracción y concreción de sistemas y modelos de datos, redes físicas y virtuales y, por supuesto, legislación sobre protección de datos, seguridad de comunicaciones telemáticas… (Vamos cien temas de puro infierno). Y como parece ser que mi año en el Servicio Regional de Tiritas había hecho de mi un experto en redes, mis servicios en esa sección eran poco menos que imprescindibles. Menos mal que no terminé en la asesoría jurídica por mis conocimientos sobre la Ley 59/2003 de Firma Electrónica. Yo creo que no se enteraron de que estaba saliendo con una abogada, si no me lo encasquetan fijo...

Durante casi otro año estuve haciendo prácticamente el mismo trabajo (aunque cobrando un poco más), pero finalmente el jefe del Servicio de Informática me llamó a su despacho y me dijo “Tú, a trabajar a Desarrollo...”. Por fin, mi oportunidad de hacer lo que quería.

Desarrollando espero

Desde que dejé atrás la Sección de Infraestructura y Comunicaciones han pasado ya casi tres años. Desde entonces trabajo en la que podría llamarse la aplicación insignia de esta santa casa. En realidad se trata de una aplicación monstruosa a la que se le está exigiendo mucho más de aquello para lo que fue concebida y que jamás estará terminada. Actualmente debe haber unas 2.000 tablas, 9.000 procedimientos almacenados, y no se cuantos cientos de formularios web y windows. Es una aberración tentacular descontrolada y con un nivel de elementos redundantes e inútiles que matarían de un infarto a los mismísimos Boyce y Codd.

Debido a mi inexperiencia (en desarrollo en general y en el framework de .NET en particular) estuve un año programando formularios web en ASP y formularios windows en Visual Basic. También me puse al día con el lenguaje de consulta Transact SQL hasta que fui capaz de montar procedimientos de cierta complejidad. Después, como resulta que ya era un experto (otra vez) y el análisis de alto nivel ya no tenía secretos para mi, me convertí, de la noche a la mañana en jefe de proyecto (pero claro, con el sueldo de un programador). Hasta entonces, desde mi humilde e infantil percepción del mundo, yo no concebía como era posible que una aplicación tan grande e importante, en la que trabajaba tanta gente capacitada, podía haber crecido de manera tan deforme y descontrolada. Pero cuando me otorgaron mi pequeña porción de marrones, en forma de subproyecto, y empecé a trabajar con gente de otros servicios ajenos a Informática (nosotros los llamamos gestores, en otros sitios los llaman clientes, pero su función es siempre la misma: tocar las pelotas), recibí una buena dosis de realidad marrón y pestilente en toda la boca.

El parcheo y el copy-paste son un arte, y este mundo está lleno de artistas. La desgracia de esta profesión es que muchas veces ni siquiera tienes otra opción y no hay más remedio que hacerlo así. Al cliente le importa tres narices cómo se hacen las cosas. Sólo quiere que funcione, que se vea como él quiere y que esté listo para ayer o antes de ayer. Total, eso no es más que cruzar un par de tablas en base de datos, y así hacen algo esos melenudos informáticos (léase en tono peyorativo) que se están rascando las bolas todo el día y viendo porno en Internet.

En fin, que en estos derroteros discurren mis días en el mundo laboral. Entre unas cosas y otras ya han  pasado casi 15 años desde que aquel pollo desorientado se echó a la calle con una carpeta llena de fotocopias del más triste de los currículum. Estoy muy lejos de haber logrado (al menos por ahora) el trabajo de mi vida, pero todavía soy joven y me quedan muchas cosas por hacer (al menos eso espero, que la vida es muy perra…). A ratos echo mis cuentas para ver cuando podría preparar una oposición. Otras veces conjeturo con mi futuro en la empresa privada. Y en ocasiones incluso jugueteo con la idea del autoempleo… Lo que sí es cierto es que me agobia bastante no sentirme preparado para ninguno de los tres caminos. Sólo tengo clara una cosa: quiero que mi trabajo sea un medio y no un fin. Quiero disfrutar de mi familia y de mis amigos, por encima de ganar más dinero o prestigio. Valoro tremendamente cada minuto de mi tiempo libre y aun así, en ocasiones, lo uso para seguir formándome, aunque procuro apuntar hacia cosas que me llaman la atención pese a que no me reporten un beneficio inmediato o quizás no me sirvan nunca en mi trabajo. Por lo demás todavía, a estas alturas de la vida, no tengo claro dónde acabaré. Aunque imagino que estos tiempos de incertidumbre casi nadie lo sabe.

viernes, 14 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. El SUP3IA y el Trabajo (II)

De la empresa privada al monstruo público

Después de aquella experiencia en Rotonda, y una vez que hube terminado la carrera, mi trabajo se fue encaminando cada vez más hacia aquello para lo que había estudiado (después de tantos años, yo y los ordenadores éramos uno, en perfecta simbiosis y conjunción). Durante unos meses estuve contratado como informático en una pequeña consultora para la que ya había hecho algunos trabajos de estraperlo. Cualquiera que conozca este negocio, comprenderá lo amplia que es la acepción "informático". Desde una red de ordenadores para impartir cursos hasta modestas páginas web con alguna osadía en flash, pasando por asesoramiento experto a la hora de comprar una nueva centralita telefónica. Afortunadamente por aquellos días, Internet ya había llegado a mi vida a la vertiginosa velocidad de 56k lo que me permitía complementar satisfactoriamente mi, ya de por sí, impresionante formación académica. El volumen de negocio de aquella pequeña empresa era más que cuestionable y sus jefes andaban algo dispersos en otros proyectos, así que esa aventura duró a penas seis meses.

La casualidad quiso que llegase a mis manos la convocatoria de una serie de bolsas de trabajo para el sector público. Fueron tres exámenes, uno por cada grupo: auxiliar, operador y técnico, todos ellos en la especialidad de Informática. La suerte, la tranquilidad y, nuevamente, mi portentosa formación universitaria arrojaron un resultado inevitable: aprobé los tres exámenes.

En el año 2003, me llamaron de la bolsa de auxiliar. Fueron buenos tiempos, principalmente porque trabajaba en la misma ciudad dónde vivía. Se trataba de un mastodóntico y céntrico edificio público donde coexistían varios organismos públicos distribuidos por sus diez plantas. Concretamente yo estaba destinado en la sede de los servicios territoriales de la Consejería de Asuntos Rústicos y Medio Campestre. De aquella sede dependían un montón de oficinas y dos o tres laboratorios de I+D. Todos estos centros estaban distribuidos a lo largo y ancho de la geografía de la región, así que no era raro que mi compañera (otra auxiliar) y yo tuviéramos que viajar a menudo, y muchas veces por los motivos más peregrinos. Pese a todo, aquellos días en los que teníamos que hacer alguna salida eran, posiblemente, los más interesantes. Cogíamos un coche oficial y frecuentemente acabábamos en algún pueblo a tomar por culo de todas partes, donde alguien se había aturullado enchufando una impresora.

Nuestros principales cometidos eran la implantación y configuración de nuevos sistemas en las diferentes sedes y la resolución incidencias "informáticas", lo que abarcaba desde parcheos en bastidores y armarios de comunicaciones hasta curiosos episodios con insolentes fotocopiadoras.

¡Anda que no instalé PCs por aquellos días! Más que informático parecía encargado de un acuario. Periódicamente la sede central, sita en la ilustre capital de la Comunidad Autónoma, nos enviaba docenas de nuevos equipos y un listado de oficinas que había que actualizar. Y allí que íbamos, mi compañera y yo, con el coche oficial cargado hasta las trancas, a pasar la mañana instalando y configurando ordenadores ante la atónita mirada de los trabajadores locales. Algunos de ellos inquietos y entusiasmados por las nuevas tecnologías, otros apolillados y nerviosos ante la perspectiva de enfrentarse a ese nuevo engendro tecnológico tan alejado del ábaco, o simplemente preocupados por si perdían sus documentos de güindous, lo que solía incluir unos cuantos documentos de texto y hojas de cálculo (de los que nunca nadie hacía copias de seguridad), un buen puñado de powerpoints chorras, unas pocas fotos de la última cena de Navidad y algún que otro vídeo guarrillo.

Ocasionalmente nos encontrábamos con verdaderos retos, como conseguir que un programa de consola de línea de comandos de principios de siglo (que debía haber implementado el mismísimo Von Newman) funcionase en Windows XP. Ya que era la única forma de que un señor septuagenario, reenganchado por una necesidad enfermiza de sentirse útil (o de alejarse de la parienta) pudiera desarrollar su vital cometido.

Fue una nueva época de chico para todo. En las jornadas más tranquilas, nos dedicábamos al cacharreo y al reciclaje. Cuando implantábamos los nuevos equipos en las delegaciones más importantes, las máquinas que retirábamos se reutilizaban en las oficinas más recónditas, donde había un par de administrativos añejos y poco volumen de trabajo. Formateo de discos, una modesta ampliación de memoria, un lavado de cara con cristasol y a correr. Aún así, por más analfabetismo digital que sufriera el destinatario del cacharro, era bastante triste encasquetarle un procesador 386 como la panacea de la era digital. Sobre todo a sabiendas de que en otras ubicaciones más privilegiadas se habían cambiado los equipamientos informáticos tres veces en dos años…

Aquello duró un par de años. Era un trabajo fácil, a veces incluso un poco rutinario y castrante. Una carrera profesional no crecía con ese tipo de cometidos. Yo siempre había querido dedicarme al desarrollo y al diseño, y aquello no me ayudaba a realizarme precisamente. Tanto era así, que me fui alejando de la programación paulatinamente, aunque mantuve un fino hilo de contacto gracias a que seguí haciendo algunas webs y enredando un poco en casa por mi cuenta. A cambio, tenía una jornada bastante cómoda y trabajaba a diez minutos de casa. No nos pagaban las horas extra, pero ocasionalmente, cuando tardábamos más de la cuenta en alguna salida, podíamos pasar modestas dietas o acumular horas para cogernos algún día libre. Con los años he aprendido a apreciar la vida tranquila y sin complicaciones, con lo que no me hubiera importado seguir en esa situación: haciendo lo mejor posible un trabajo que no requería una cualificación excesiva y dejando que mi mente inquieta me diera algún toque de vez en cuando para realizarme por otras vías. Pero las cosas buenas (o aceptables) se acaban. Haber aprobado unos exámenes no hacía de mi persona un empleado público de carrera. Yo era interino, lo que viene a ser como un trabajador temporal en las empresas privadas, pero con peor reputación. Con algunas ventajas de los funcionarios vale, pero también con todos sus inconvenientes y, por añadidura, con una situación de temporalidad igual de jodida que en la empresa privada (o peor). Y me explico:

Como ventaja, el horario era quizás lo mejor, oficialmente de 8 a 3, aunque ocasionalmente acabáramos algunos días a las cinco o las seis de la tarde, pero bueno, eran situaciones puntuales. Otra ventaja podría ser que mi permanencia en la "empresa" no dependía de mi buen rendimiento ni de un trabajo bien hecho (lo que como diré más adelante es también una gran desventaja). Salvo en casos extremos, a menos que la líes muy gorda, mantienes el trabajo mientras la silla que ocupas no la reclame un funcionario con plaza por cualquiera de los medios posibles: vueltas de bajas, concursos de traslado, oposiciones… Esto es, puedes tener suerte y que te llamen para cubrir un puesto por mucho tiempo, como en el caso de plazas de nueva creación o plazas que pertenecen a gente que está con comisiones de servicio en otros destinos… O te pueden llamar para una mierda de sustitución de quince días por una operación de apendicitis… Y a mi juicio, se acabaron las ventajas.

Cuando uno entra a trabajar en la Administración como trabajador temporal, sabe cuando empieza, pero no siempre cuando acaba. Da igual que te pegues quince días que quince años defendiendo un puesto (a uno no le hacen indefinido por ley como ocurre en las empresas). Cuando te llega el momento, te pueden decir de hoy para mañana: "oye, que tu plaza se ocupa, recoge tus cosas y suerte". Y ni hablar de indemnización por despido. Por esto decía que el hecho de no tener que rendir cuentas no siempre es una ventaja. Si eres un poco perro, está bien que te dejen tranquilo y no te exijan demasiado, pero si tienes iniciativa, te esfuerzas y eres, como se dice hoy día, proactivo, a todo el mundo se la trae pendulante. Este es a mi juicio uno de los mayores cánceres del empleo público. No existe un sistema eficaz que quite de en medio a los gorrones y las sanguijuelas o incentive a la gente más capaz, salvo quizás el dedo índice del director general de turno. Recuerdo el caso de un compañero que trabajaba en explotación de bases de datos. Llevaba trabajando aquí más años que la máquina de café, y había poca gente en el servicio que dominase Transact SQL la mitad de lo que él controlaba. Sin embargo le echaron a mediados de un mes de diciembre frío como los testículos del Yeti, a las puertas de la Navidad. Bonita forma de acabar un año: entregándole tu currículo a Papa Noel. Así despacha la Administración, defensora del empleo estable, a sus empleados temporales.

El sueldo tampoco es la panacea. Si tienes una plaza fija vale, no te haces rico pero tranquiliza bastante. Pero cuando eres interino, cobras 900 euros y te largas a la calle, después de cinco años, sin indemnización, es un poco más inquietante. Por no hablar de cuando vienen las vacas flacas, entonces eres tan empleado público como los demás, y nadie se corta un pelo en congelarte o bajarte el sueldo y soplarte 500 euros de la paga extra de Navidad.

Y por último, aunque no menos importante, el prestigio. No hace falta ni decir, lo que la mayoría de la gente piensa de la lacra de los empleados públicos (incluso yo lo pienso de muchos de los tipos que me he cruzado). A la hora de formarse un perfil profesional, haber trabajado para papá Estado en cualquiera de sus variantes, resta más que suma. A veces me pregunto qué coño hago yo aquí, cuando ni siquiera me veo con fuerzas para estudiar una oposición. La respuesta llega rápido. Tuve la suerte de empezar a trabajar pronto sin necesidad de emigrar. Esto era un buen primer trabajo, me acomodé en los pros y acepté los contras. Luego formé una familia y se resintió mi movilidad. Algunos necesitamos que la vida nos de un buen par de leches para emprender nuevos caminos. Tengo que reconocer que peco de cierto inmovilismo, y teniendo trabajo y mis necesidades cubiertas, a veces prefiero quejarme en lugar de actuar. Claro que vista como está la situación cualquiera deja un trabajo, levanta el campamento y la familia y se va de aventuras a Dubai.

El caso es que hasta ahora yo he tenido suerte en la Administración, y cuando le vi las orejas al lobo y me iba a echar a la calle (porque alguien reclamaba la plaza que yo disfrutaba) me llamaron de nuevo, esta vez de operador. Esto ya era un grupo superior, una ligera mejora en el sueldo y un cambio de destino, esta vez fuera de casa. Ahora me tocaba hacer dos horas de viaje para desplazarme, había que ir a la capital del imperio y volver, tenía el mismo horario (de 8 a 3) pero además había que sumar los desplazamientos. Empecé a levantarme a las seis y comer a las cuatro. Mi calidad de vida se redujo un par de horas. Comenzaba mi historia de amor y odio con Mordor.

miércoles, 12 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. El SUP3IA y el Trabajo (I)

Los inicios

Ya hace un buen puñado de años que empecé a hacer mis primeros pinitos en el mundo laboral acuciado por un padre que me ponía las pilas y amenazaba con cortarme el grifo de la subsistencia en mi espartana vida universitaria. La verdad es que razón no le faltaba, tuve un par de años nefastos y parecía que la Universidad, o al menos la Informática, no eran para mí.

Si bien no me eché al monte tan pronto como generaciones anteriores a la mía (mi padre salió de casa de sus progenitores con 18 primaveras a buscarse la vida y ya no volvió, salvo por vacaciones), a los 20 años (debía correr el año 96 o 97) empecé la ardua tarea de buscarme las habichuelas. Me parecía muy importante adquirir algún tipo de experiencia antes de terminar la carrera y pretendí simultanear estudios y trabajo. El problema es que, como yo no soy ninguna lumbrera, al final mis estudios se eternizaron, y terminar una ingeniería técnica casi acabó asemejándose a estudiar una licenciatura en Astrofísica con doctorado y master en computación cuántica de Feynman...

Los comienzos no fueron fáciles. Empecé trabajando un verano de camarero. Primero en un bar: diez horas, sin contrato y con un gordo cabrón con pinta de mafioso por jefe, que me pagaba una miseria semanalmente. Después en otro restaurante, con un jefe algo más "buenrollista" que se empeñaba en que no comentase con los compañeros la mierda que me pagaba: las mismas diez horas y el mismo "contrato". Al mes de estar allí, justo después de deslomarme subiendo dos barriles de cerveza de 70 kilos del sótano, me dijo: "Oye, que la cosa está chunga y ya no te vamos a necesitar. Mañana no vengas...".

Claro que mi breve paso por el digno y sacrificado mundo de la hostelería me regaló unas cuantas anécdotas para animar las reuniones con los amigos. Como aquella vez que estuve a punto de partirle la cara a un cliente borracho que me tiró una cerveza enterita a la cara. O aquella otra en que, justo al pasar por la puerta de un prostíbulo, se me rajó un saco de pollos congelados que traía de un almacén que estaba a dos calles del restaurante. Mira tú por donde, casualmente había una chica de vida alegre en la entrada de la mancebía... Jamás olvidaré aquella estampa de película de Almodóvar: La puta y el camarero recogiendo pollos congelados del suelo...

Desde entonces decidí que, mientras pudiera evitarlo, no iba a servir más copas ni comida, salvo en todo caso, para agasajar a los invitados de mi casa (tampoco iba a volver a comer pollo en restaurantes).

Subsistí una temporada haciendo pequeños trabajos que cobraba bajo cuerda para una pequeña consultora y para una aún más pequeña agencia de publicidad: modestas páginas web y CDs más o menos multimedia, algunos diseños para campañas publicitarias, algo de maquetación y mi favorito: un curso de Photoshop para amas de casa desempleadas, que se mostraron entusiasmadas ante el abanico de posibilidades que se abría ante ellas con el catálogo de filtros y una foto de sus maridos. Para empezar no estuvo mal, pese a que debía cobrar al cambio, más o menos, tres céntimos por hora de trabajo. Por aquel entonces mi padre aun me mantenía una modesta paga mensual.

El primer trabajo de verdad

Un buen día del año 2000, me llamaron para una entrevista de trabajo en un gran centro comercial de la ciudad, llamémosle "Rotonda". Rotonda, era una cadena internacional de centros comerciales que había crecido hasta dimensiones monstruosas tras la fusión de dos grandes grupos europeos. Más de 16.000 centros distribuidos por cuarenta países, medio millón de empleados… ¡Joder, iba a trabajar para una empresa multinacional! Dieron conmigo a través de la Concejalía de Juventud, donde meses antes había rellenado uno de esos formularios para acceder a una bolsa de trabajo. Buscaban a alguien con conocimientos de Informática y diseño gráfico. Así que allí me fui yo, con mi amplia experiencia en cacharreo informático doméstico, mi nociones de Corel y Photoshop y mi carrera a medio acabar (bueno, más bien a medio empezar).

Rotonda exudaba corporativismo por los cuatro costados: cursillos de concienciación de empresa, bucólicas convivencias campestres, cenas de Navidad y cálidos y paternales abrazos de la gran familia sistémica cada mañana.

Estuve trabajando con ellos durante nueve meses, aguantando a base de contratos trimestrales. Luego, cuando llegó la hora en que, por ley, debían ofrecerme un contrato indefinido, se acabó el corporativismo y el abrazo de la gran familia y me echaron a la puta calle.

Aun así, no fue una mala época. Me dieron un puesto de auxiliar de decoración, lo cual era bastante para mí, un pipiolo, sin experiencia demostrable, que esperaba empezar colocando latas de champiñones en el pasillo 12. Y en lugar de eso, mi trabajo colgaba en las alturas del centro, a la vista de todo el mundo. Yo estaba entre los "privilegiados". Yo ponía bonita la tienda. Yo traía la alegría y la ilusión en Navidad, en San Valentín y en la Vuelta al Cole, Yo alegraba el día a los clientes ofreciéndoles tres cajas de Choco-galletas por el precio de dos, en carteles de metro y medio… Yo subía el puto Papá Noel de metro ochenta y poliespan a diez metros de altura…

La experiencia en general fue bastante llevadera. Teníamos muy buen ambiente entre los compañeros, pese al jefe que, sin llegar a ser un haragán impenitente, se desmarcaba del trabajo con una destreza impropia de su orondez. Caminaba fatuo como aquel hombre que, sin haber terminado el bachillerato, se enorgullece de haberse hecho a sí mismo hasta verse convertido en un "experto" en Informática. Pero bueno, no era mala persona, al menos eso creía yo hasta que mucho tiempo después, cuando he ido al Rotonda para hacer la compra mensual, he observado, no sin cierta tristeza, que la mayoría de los que trabajaban allí se acuerdan de mi y me saludan, mientras mi jefe, por quien más de una vez estuve a punto de electrocutarme a diez metros de altura y por quien casi me descuerno al caerme desde lo alto de las estanterías del almacén, pasaba por mi lado mirándome por encima de la cabeza (pues además de fuertecito era bastante alto el tipo).

Teníamos horarios rotativos de mañana y tarde, y una o dos veces al mes nos tocaba quedarnos toda la noche para montar toda la parafernalia que acompañaba a las grandes campañas o hacer inventario (y más de una vez tuvimos que enganchar el turno de noche con el de mañana, por necesidades del centro). Aunque la mayoría del tiempo mi trabajo consistía en imprimir, cortar y montar carteles de ofertas en tienda, correr de un lado a otro con la grapadora y los vinilos de colores, y limpiar la nave que hacía las veces de oficina de decoración, durante esos nueve meses hice algunas cosas más, y ocasionalmente tuve la oportunidad de hacer algunos diseños para campañas locales. Esos días caminaba orgulloso por la tienda, pasando varias veces por los pasillos donde se exhibían mis obras de "DVDs a 9,95".

Trabajar de noche en una gran superficie era toda una experiencia. Entrábamos a la hora de cierre, pasadas las diez. En aquel entonces yo, estudiante, pobre, sin carné de conducir, y en mejor forma que ahora, solía ir en bicicleta al trabajo (quizás había tres o cuatro kilómetros). Vivía en una de las zonas más elevadas de la ciudad, por lo que bajar al trabajo era prácticamente un dejarse llevar. Pero volver a casa a las nueve o las diez de la mañana, después de estar trabajando toda la noche (un trabajo, por cierto, más físico que intelectual) podía convertirse en una tortuosa proeza.

El mejor momento de aquellas noches era cuando, a eso de las cuatro o las cinco de mañana, tomábamos por asalto la sección de pastelería, donde, con el beneplácito de la empresa, nos avituallábamos para un nada frugal desayuno. Luego, en la sala de descanso, lo regábamos todo con un capuchino de máquina mientras veíamos rascarse la barriga (y otras cosas), en riguroso directo, a aquellos diez primeros descerebrados que poblaron la casa del entonces novedoso estudio sociológico del "Gran Fulano".

Por las noches nos solíamos quedar sólo dos compañeros. En todo el centro comercial podía haber, además de nosotros, dos o tres guardias de seguridad, a los que a veces no nos encontrábamos en toda la noche. En ocasiones, teníamos que trabajar por separado en diferentes zonas de la nave, y pasábamos largos ratos solos, en pasillos silenciosos y en penumbra. La sección de juguetería, con sus peluches y muñecas mirándote desde las estanterías, acojonaba a aquellas horas. Desde entonces no puedo ni ver a Winnie the Pooh ni a las Bratz… Por desgracia, no conseguí ver realizada mi fantasía de correr en pelotas desde el pasillo de automoción hasta la sección de charcutería. Las cámaras de seguridad nunca dormían y uno no estaba nunca demasiado seguro de dónde se escondían, ni quién podía llegar a revisar las grabaciones nocturnas. Así que en los momentos de mayor relajación me conformaba con dar una vuelta por el pasillo de lencería, para examinar, sin sentirme atravesado por las miradas reprobatorias de las señoras, alguna prenda que me hubiera gustado regalar (sin atisbo de lascivia claro), si me hubiera atrevido a pasar por caja con eso en la mano y con la tienda llena de gente. Ocurría más o menos lo mismo cuando pasaba por la parafarmacia y me sorprendía la amplia variedad de preservativos que, durante el día, veía de soslayo y mirando de reojo. Me detenía pensando:-"debería probar estos"-, a sabiendas de que jamás podría atravesar las cajas, ocupadas frecuentemente por chicas agraciadas, mientras una cola de quince personas me clavaba los ojos al pasar una caja de condones Descontrol de color Burdeos, con espermicida, estrías y sabor a frambuesa, entre un brick de nata para repostería y un kilo de plátanos… Estaba seguro de que pensarían: "¡Hala va a follaaaaar!"...

En una ocasión, una de esas noches de diciembre en la que a uno se le encogía el escroto hasta la boca del estómago, yo había ido a trabajar, como de costumbre, en bicicleta. En la calle debíamos estar a cinco o seis grados bajo cero, así que cuando llegué al Rotonda tenía más similitudes con un pingüino que con un ser humano. En el centro comercial, en el que por las noches no había ni aire acondicionado ni calefacción, no estaríamos a más de diez grados. A las dos o las tres de la mañana, yo no había conseguido entrar en calor. Estaba encogido de frío, subido en un elevador, colgando carteles de una viga, y tuve una idea feliz… Me fui a la sección de ropa interior masculina a buscar unos buenos calzones largos o unas mallas, porque tenía las piernas congeladas. Total, si podíamos atiborrarnos de napolitanas y croissants ¿Por qué no iba a poder abrigarme un poco para que me llegara sangre a los pies mientras trabajaba? El caso es que en la sección de caballeros no encontré nada que me sirviera, así que no se me ocurrió otra cosa que irme a la sección femenina y pillar unos panties bien gordos para cubrirme las piernas... Yo, que nunca había estado en contacto con mi parte femenina ni en Carnaval (porque soy muy macho... y bastante cortado), no me podía hacer ni la más mínima idea (hasta ese momento) de lo complicado que es travestirse cuando pesas 85 kilos y tienes las piernas como columnas de Corinto. Varios años practicando atletismo en mi juventud me han dejado esta secuela que me obliga a comprar los pantalones dos tallas más grandes. Al final siempre hay que meterles del bajo y por la cintura casi me cabe una garrafa de agua de cinco litros...

En fin, que después ir al baño y de embutirme en mis panties XXXL, el resto de la noche transcurrió de forma mucho más llevadera y calentita. El problema es que cuando me iba para casa, a eso de las diez y media, descubrí que esas piezas de plástico que llevan algunas prendas de ropa como sistema antirrobo, tiene una versión más pequeña, discreta y cabrona, que pasa desapercibida. Fue a penas un hilo, un pequeño filamento, el que hizo saltar la alarma del arco de seguridad cada vez que intenté salir... No fue fácil darle una buena explicación de la historia al cariacontecido compañero de seguridad, pero al final le convencí de que eran unos panties que mi novia me había dejado para combatir el frío. El tipo debió imaginar que yo salía con una chica con el culo del tamaño de una mesa camilla y el acontecimiento no debió trascender porque seguí trabajando allí varios meses y no fui objeto de mofa.

martes, 11 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas de un SUP3IA

Mi existencia todavía dista bastante de ser digna de una biografía. Más bien se parece a un folleto de agencia de viajes cutre, con alguna anécdota mencionable. Sin embargo, creo que es una buena forma de empezar esta nueva aventurilla digital pegando unas cuantas pinceladas sobre mi vida, eso sí, sin demasiado rigor ni pretensión de continuidad, y sólo hasta donde mi memoria (traicionera) me permita.

Con esto pretendo lograr un triple objetivo. Primero: Como tengo una memoria nefasta y le tengo pavor al Alzheimer, me obsesiona dejar testimonio, por insignificante que parezca, de mis vivencias y recuerdos, en forma de palabras o de imágenes (ni se los miles de fotos que tengo). Segundo: Me gusta mucho escribir y hacerlo sobre mí es una forma sutil de satisfacer mi ego. Además me resulta cómico recordar con humor o nostalgia cosas que, en su día, fueron un verdadero calvario. Tercero: De mi temor al Alzheimer se infiere mi preocupación para que, en el futuro, mi hija pueda leer en algún sitio la clase de persona que era su padre (aunque le avergüence decírselo a sus amigas)...

Quizás, en ocasiones, me he extendido más de la cuenta escribiendo sobre algunos temas, por eso me he tomado la molestia de dividir los artículos más densos. De todas formas ya sabéis, esto lo lee el que tenga ganas, y si no hala, a leer chorraditas en Tuenti…

lunes, 10 de enero de 2011

SUP3IA

Esto que parece el nombre de lo último de la industria farmacéutica en supositorios de glicerina, no es otra cosa que mi nuevo proyecto de publicación a-periódica online. En estos tiempos de acrónimos, siglas y mensajes ininteligibles de teléfono móvil, ¿de qué otra forma podía decir esto en la vasta comunidad virtual?: Soy Un Puto Pesimista Pero Intento Arreglarlo.

Sabía yo que no podría aguantar demasiado después de tomar la controvertida decisión de dejar de escribir "Soulseeker". Esto me gusta demasiado, y aunque me había hecho el propósito de participar más activamente en otros fueros virtuales como Facebook, lo cierto es que por cada cosa interesante que leo en los muros, me encuentro con cincuenta paridas que me echan para atrás. Lo siento por mi potencial millón de "amigos". Se que hay mucha buena gente conectada, muchos de ellos son Amigos de los de "A" mayúscula, de los de charla y café; e incluso hay buenos compañeros de trabajo con los que me une una relación cordial. Pero sinceramente, las peticiones de amistad de la gente que ni siquiera me dirige la palabra en la oficina, me hacen sentir como una de esas figuritas de las colecciones por fascículos y la verdad es que me jode bastante…

En fin, pese a esta profesión que he elegido, soy un tío bastante normal, me gusta ver la cara de la gente cuando nos reímos juntos de algún off-topic, disfruto poniéndole un café por delante a mi lista de contactos y prefiero que mi sala de Chat no sea virtual… qué le voy a hacer… En lugar de un millón de amigos tendré diez, pero podré darles una palmada en el brazo en lugar de usar emoticonos para dar énfasis a mis palabras.

Lo del blogging, sin embargo, es otra historia. Viene a ser casi lo mismo que escribir un diario, pero con algo menos de intimidad. Para la mayoría de las personas que se lo toman en serio supone un desfogue, una manera de volcar ideas, sentimientos, frustraciones y alegrías que es muy difícil contener dentro. Una forma de recabar opiniones, apoyos y discrepancias de personas que realmente están interesados en lo que cuentas y que pueden mantener la atención en escritos de más de 140 caracteres… Adicionalmente, al menos en mi caso, te obligas a realizar un esfuerzo extra para organizar tus ideas y escribirlas con una forma y estilo aceptables, aunque sea por evitar hacer el ridículo ante los eventuales lectores… Algunos incluso tenemos un ego tan desarrollado que aspiramos a una buena crítica ante un artículo bien escrito, y eso quieras que no, le anima a uno el día. Lo que siendo un Puto Pesimista ayuda bastante.

¿Por qué SUP3IA? Bueno, básicamente porque lo soy. El problema es que cada vez afecta más a mi vida diaria y estoy cansado de andar con la cara larga los días que mi pesimismo me puede. En ese sentido quiero hacer algo diferente a lo que hice en mi anterior blog y me he marcado una meta: por jodida que esté la cosa, voy a intentar escribir con buena cara, lo que significará en algunas ocasiones hacer de tripas corazón y tirar de la ironía, aunque en ocasiones me vea arrastrado a la procacidad y al cinismo (a fin de cuentas es una herramienta del lenguaje como otra cualquiera).

Reconozcámoslo, tal y como está montado el tinglado, lo tienen todo hecho una mierda (y en esto no admito discusión, soy pesimista sí, pero además tengo ojos en la cara y soy realista). Afortunadamente hay un montón de cosas a las que un tipo normal como yo puede agarrarse: Tengo una mujer maravillosa y una hija preciosa. Tengo mi casa, con casi todos sus muebles (aunque esté pagando plazos hasta la próxima glaciación). Tengo un trabajo…, vale que me frustre a menudo y que esté mal pagado, pero en los tiempos que corren me tengo que dar con un canto en los dientes. Y sobre todo, tengo un montón de ideas en la cabeza y esperanzas en el corazón que me ayudan a levantarme a las seis de la mañana cada día… Así que después de todo no estoy tan jodido…