viernes, 14 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. El SUP3IA y el Trabajo (II)

De la empresa privada al monstruo público

Después de aquella experiencia en Rotonda, y una vez que hube terminado la carrera, mi trabajo se fue encaminando cada vez más hacia aquello para lo que había estudiado (después de tantos años, yo y los ordenadores éramos uno, en perfecta simbiosis y conjunción). Durante unos meses estuve contratado como informático en una pequeña consultora para la que ya había hecho algunos trabajos de estraperlo. Cualquiera que conozca este negocio, comprenderá lo amplia que es la acepción "informático". Desde una red de ordenadores para impartir cursos hasta modestas páginas web con alguna osadía en flash, pasando por asesoramiento experto a la hora de comprar una nueva centralita telefónica. Afortunadamente por aquellos días, Internet ya había llegado a mi vida a la vertiginosa velocidad de 56k lo que me permitía complementar satisfactoriamente mi, ya de por sí, impresionante formación académica. El volumen de negocio de aquella pequeña empresa era más que cuestionable y sus jefes andaban algo dispersos en otros proyectos, así que esa aventura duró a penas seis meses.

La casualidad quiso que llegase a mis manos la convocatoria de una serie de bolsas de trabajo para el sector público. Fueron tres exámenes, uno por cada grupo: auxiliar, operador y técnico, todos ellos en la especialidad de Informática. La suerte, la tranquilidad y, nuevamente, mi portentosa formación universitaria arrojaron un resultado inevitable: aprobé los tres exámenes.

En el año 2003, me llamaron de la bolsa de auxiliar. Fueron buenos tiempos, principalmente porque trabajaba en la misma ciudad dónde vivía. Se trataba de un mastodóntico y céntrico edificio público donde coexistían varios organismos públicos distribuidos por sus diez plantas. Concretamente yo estaba destinado en la sede de los servicios territoriales de la Consejería de Asuntos Rústicos y Medio Campestre. De aquella sede dependían un montón de oficinas y dos o tres laboratorios de I+D. Todos estos centros estaban distribuidos a lo largo y ancho de la geografía de la región, así que no era raro que mi compañera (otra auxiliar) y yo tuviéramos que viajar a menudo, y muchas veces por los motivos más peregrinos. Pese a todo, aquellos días en los que teníamos que hacer alguna salida eran, posiblemente, los más interesantes. Cogíamos un coche oficial y frecuentemente acabábamos en algún pueblo a tomar por culo de todas partes, donde alguien se había aturullado enchufando una impresora.

Nuestros principales cometidos eran la implantación y configuración de nuevos sistemas en las diferentes sedes y la resolución incidencias "informáticas", lo que abarcaba desde parcheos en bastidores y armarios de comunicaciones hasta curiosos episodios con insolentes fotocopiadoras.

¡Anda que no instalé PCs por aquellos días! Más que informático parecía encargado de un acuario. Periódicamente la sede central, sita en la ilustre capital de la Comunidad Autónoma, nos enviaba docenas de nuevos equipos y un listado de oficinas que había que actualizar. Y allí que íbamos, mi compañera y yo, con el coche oficial cargado hasta las trancas, a pasar la mañana instalando y configurando ordenadores ante la atónita mirada de los trabajadores locales. Algunos de ellos inquietos y entusiasmados por las nuevas tecnologías, otros apolillados y nerviosos ante la perspectiva de enfrentarse a ese nuevo engendro tecnológico tan alejado del ábaco, o simplemente preocupados por si perdían sus documentos de güindous, lo que solía incluir unos cuantos documentos de texto y hojas de cálculo (de los que nunca nadie hacía copias de seguridad), un buen puñado de powerpoints chorras, unas pocas fotos de la última cena de Navidad y algún que otro vídeo guarrillo.

Ocasionalmente nos encontrábamos con verdaderos retos, como conseguir que un programa de consola de línea de comandos de principios de siglo (que debía haber implementado el mismísimo Von Newman) funcionase en Windows XP. Ya que era la única forma de que un señor septuagenario, reenganchado por una necesidad enfermiza de sentirse útil (o de alejarse de la parienta) pudiera desarrollar su vital cometido.

Fue una nueva época de chico para todo. En las jornadas más tranquilas, nos dedicábamos al cacharreo y al reciclaje. Cuando implantábamos los nuevos equipos en las delegaciones más importantes, las máquinas que retirábamos se reutilizaban en las oficinas más recónditas, donde había un par de administrativos añejos y poco volumen de trabajo. Formateo de discos, una modesta ampliación de memoria, un lavado de cara con cristasol y a correr. Aún así, por más analfabetismo digital que sufriera el destinatario del cacharro, era bastante triste encasquetarle un procesador 386 como la panacea de la era digital. Sobre todo a sabiendas de que en otras ubicaciones más privilegiadas se habían cambiado los equipamientos informáticos tres veces en dos años…

Aquello duró un par de años. Era un trabajo fácil, a veces incluso un poco rutinario y castrante. Una carrera profesional no crecía con ese tipo de cometidos. Yo siempre había querido dedicarme al desarrollo y al diseño, y aquello no me ayudaba a realizarme precisamente. Tanto era así, que me fui alejando de la programación paulatinamente, aunque mantuve un fino hilo de contacto gracias a que seguí haciendo algunas webs y enredando un poco en casa por mi cuenta. A cambio, tenía una jornada bastante cómoda y trabajaba a diez minutos de casa. No nos pagaban las horas extra, pero ocasionalmente, cuando tardábamos más de la cuenta en alguna salida, podíamos pasar modestas dietas o acumular horas para cogernos algún día libre. Con los años he aprendido a apreciar la vida tranquila y sin complicaciones, con lo que no me hubiera importado seguir en esa situación: haciendo lo mejor posible un trabajo que no requería una cualificación excesiva y dejando que mi mente inquieta me diera algún toque de vez en cuando para realizarme por otras vías. Pero las cosas buenas (o aceptables) se acaban. Haber aprobado unos exámenes no hacía de mi persona un empleado público de carrera. Yo era interino, lo que viene a ser como un trabajador temporal en las empresas privadas, pero con peor reputación. Con algunas ventajas de los funcionarios vale, pero también con todos sus inconvenientes y, por añadidura, con una situación de temporalidad igual de jodida que en la empresa privada (o peor). Y me explico:

Como ventaja, el horario era quizás lo mejor, oficialmente de 8 a 3, aunque ocasionalmente acabáramos algunos días a las cinco o las seis de la tarde, pero bueno, eran situaciones puntuales. Otra ventaja podría ser que mi permanencia en la "empresa" no dependía de mi buen rendimiento ni de un trabajo bien hecho (lo que como diré más adelante es también una gran desventaja). Salvo en casos extremos, a menos que la líes muy gorda, mantienes el trabajo mientras la silla que ocupas no la reclame un funcionario con plaza por cualquiera de los medios posibles: vueltas de bajas, concursos de traslado, oposiciones… Esto es, puedes tener suerte y que te llamen para cubrir un puesto por mucho tiempo, como en el caso de plazas de nueva creación o plazas que pertenecen a gente que está con comisiones de servicio en otros destinos… O te pueden llamar para una mierda de sustitución de quince días por una operación de apendicitis… Y a mi juicio, se acabaron las ventajas.

Cuando uno entra a trabajar en la Administración como trabajador temporal, sabe cuando empieza, pero no siempre cuando acaba. Da igual que te pegues quince días que quince años defendiendo un puesto (a uno no le hacen indefinido por ley como ocurre en las empresas). Cuando te llega el momento, te pueden decir de hoy para mañana: "oye, que tu plaza se ocupa, recoge tus cosas y suerte". Y ni hablar de indemnización por despido. Por esto decía que el hecho de no tener que rendir cuentas no siempre es una ventaja. Si eres un poco perro, está bien que te dejen tranquilo y no te exijan demasiado, pero si tienes iniciativa, te esfuerzas y eres, como se dice hoy día, proactivo, a todo el mundo se la trae pendulante. Este es a mi juicio uno de los mayores cánceres del empleo público. No existe un sistema eficaz que quite de en medio a los gorrones y las sanguijuelas o incentive a la gente más capaz, salvo quizás el dedo índice del director general de turno. Recuerdo el caso de un compañero que trabajaba en explotación de bases de datos. Llevaba trabajando aquí más años que la máquina de café, y había poca gente en el servicio que dominase Transact SQL la mitad de lo que él controlaba. Sin embargo le echaron a mediados de un mes de diciembre frío como los testículos del Yeti, a las puertas de la Navidad. Bonita forma de acabar un año: entregándole tu currículo a Papa Noel. Así despacha la Administración, defensora del empleo estable, a sus empleados temporales.

El sueldo tampoco es la panacea. Si tienes una plaza fija vale, no te haces rico pero tranquiliza bastante. Pero cuando eres interino, cobras 900 euros y te largas a la calle, después de cinco años, sin indemnización, es un poco más inquietante. Por no hablar de cuando vienen las vacas flacas, entonces eres tan empleado público como los demás, y nadie se corta un pelo en congelarte o bajarte el sueldo y soplarte 500 euros de la paga extra de Navidad.

Y por último, aunque no menos importante, el prestigio. No hace falta ni decir, lo que la mayoría de la gente piensa de la lacra de los empleados públicos (incluso yo lo pienso de muchos de los tipos que me he cruzado). A la hora de formarse un perfil profesional, haber trabajado para papá Estado en cualquiera de sus variantes, resta más que suma. A veces me pregunto qué coño hago yo aquí, cuando ni siquiera me veo con fuerzas para estudiar una oposición. La respuesta llega rápido. Tuve la suerte de empezar a trabajar pronto sin necesidad de emigrar. Esto era un buen primer trabajo, me acomodé en los pros y acepté los contras. Luego formé una familia y se resintió mi movilidad. Algunos necesitamos que la vida nos de un buen par de leches para emprender nuevos caminos. Tengo que reconocer que peco de cierto inmovilismo, y teniendo trabajo y mis necesidades cubiertas, a veces prefiero quejarme en lugar de actuar. Claro que vista como está la situación cualquiera deja un trabajo, levanta el campamento y la familia y se va de aventuras a Dubai.

El caso es que hasta ahora yo he tenido suerte en la Administración, y cuando le vi las orejas al lobo y me iba a echar a la calle (porque alguien reclamaba la plaza que yo disfrutaba) me llamaron de nuevo, esta vez de operador. Esto ya era un grupo superior, una ligera mejora en el sueldo y un cambio de destino, esta vez fuera de casa. Ahora me tocaba hacer dos horas de viaje para desplazarme, había que ir a la capital del imperio y volver, tenía el mismo horario (de 8 a 3) pero además había que sumar los desplazamientos. Empecé a levantarme a las seis y comer a las cuatro. Mi calidad de vida se redujo un par de horas. Comenzaba mi historia de amor y odio con Mordor.

5 comentarios:

  1. Joder, estoy enganchadísimo!!! ;-)

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  2. Suscribo tus ideas sobre la administración, además es ya un mal endémico al que no veo solución... uno llega con voluntad de hacer las cosas bien y le pone ganas y si después no hay cierto reconocimiento, ésas ganas se esfuman...

    ¿Cuando llega la tercera entrega?

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  3. ¡Vaya!, si llego a saber que lo ibais a coger con tanto gusto os suelto el tostonazo completo en una entrega... Me alegra que os esté gustando. Cuando corrija lo que falta lo subo. Y yo que imaginaba que mi vida era un coñazo carente de interés...

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  4. Joer, mola como lo estás contando. Casi casi que quiero ya el siguiente episodio...

    PD: A mi me jode quitar virus, arreglar ordenadores y enchufar impresoras, me jode sobremanera, pero oye, esto de estar a las 3 y media comiendo en casa... eso es el auténtico lujo...

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  5. ...tengo una ligera sensación de deja-vú...

    XD

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