miércoles, 21 de diciembre de 2011

Pinceladas Autobiográficas: El SUP3IA, un Don Juan nefasto

Vengo observando desde que escribo este blog, que contar los aspectos más ridículos y vergonzosos de mi vida, conlleva un curioso efecto liberador. Es como cuando le confiesas a un cura que has visto una revista guarrilla (sí, lo he hecho, las dos cosas, ver revistas guarrillas y confesárselo a un cura..., y creo que lo segundo es lo que me resulta más bochornoso). No se por qué, pero recordarme a mi mismo en situaciones absurdas y grotescas, me pone de buen humor y me ayuda a quitarle hierro a cualquier asunto (lo que dado mi estado anímico -léase el post anterior- viene francamente bien). Así que allá vamos de nuevo.

No se si los problemas para ligar son característica general de todos los SUP3IA, hasta ahora soy el único de mi especie que conozco en profundidad, por lo que se podría decir que el estudio no es concluyente. No soy quien para juzgarme a mi mismo en cuestiones físicas (a mi personalmente, el tío del espejo me parece un tipo bastante normal tirando a feillo, por más que mi mujer y mi hija digan que soy muy guapo). Por lo demás y siendo tan objetivo como es posible serlo al hablar de uno mismo, creo que, en general, siempre he estado en buena forma y he sido obsequiado con un razonable don de la palabra (bien es cierto que más escrito que hablado, pero bueno...)

Claro que también es un hecho, empíricamente demostrado, que un considerable número de tíos (y tías) objetivamente feos no han tenido problemas para comerse tantas roscas como se les han presentado por delante, y que en este hecho no tiene relevancia ni el dinero, ni la posición social, ni ningún otro aspecto mesurable del feo en cuestión, que pudiera decantar de su lado una posible conquista.

Por fortuna para mí, encontré la estabilidad emocional hace ya un buen puñado de años. Pero no siempre fue así. Mis conquistas exitosas se pueden contar con los dedos de una mano..., y sobran dedos. Y por si fuera poco dejé escapar algunas buenas oportunidades. Varios de mis intentos fueron estrepitosos fracasos y en unos pocos casos me quedé a las puertas del éxito.

Yo creo que mi principal problema es que soy un enamoradizo y un romántico. Ya hablé con anterioridad de ciertas moñerías que protagonizaba cuando caía "locamente enamorado" (hoy diría "locamente hormonado"). Concebía la conquista como un proceso lento y romántico, lo de los rollos rápidos no iba conmigo y por eso me estrellé unas pocas veces.

Al margen del instituto, donde tuve mi primer ligue y demasiados fracasos, el primer año de Universidad fue el que me ofreció las mejores oportunidades. Fue el único curso que salí, con cierta frecuencia, los fines de semana, y aunque heredé cierta responsabilidad de la época del instituto -cuando tenía hora de llegada a casa-, es cierto que podía recogerme un poco más tarde, y alcanzar así las horas de la madrugada donde las oportunidades parecen aumentar exponencialmente.

Una noche, ya bastante tarde, quedábamos un pequeño grupo en un bar rockero, de los pocos que, a mi juicio, ponían música decente. Una buena amiga me había presentado a una de las chicas un par de día antes y habíamos hecho buenas migas. Yo iba por mi segunda Coca-Cola, ella irían por su segundo cubata. A esas alturas se estaba acercando mucho, me hablaba más cerca de la boca que del oído y había rebasado, de forma muy evidente, el umbral de la insinuación sutil. Noté cierto olor etílico en su aliento y me pudieron mis principios caballerescos: No debía aprovecharme de la situación. Haciendo acopio de todas las fuerzas que da la sobriedad de la cafeína, recuperé cierta distancia. Fue muy duro, la chica estaba francamente bien. Tras perderla de vista un buen rato, la vi liada con un maromo cerca de la barra. La chica sólo quería pasar un buen rato y necesitaba un par de copas para lanzarse. Y yo estuve una semana repitiéndome mañana, tarde y noche: "Chaval, tú lo que eres es tooooonto...".

En otra ocasión la situación fue todavía más obvia. Me presentaron una muchacha estupenda (en todos los sentidos): simpática, alta, buen tipo y larga melena morena. Quedé con ella y otro par de amigos para toma un café una tarde. Saltándose todas las convenciones, pasó a buscarme por la pensión de estudiantes dónde yo vivía entonces. Mis compañeros incluso se asomaron al balcón para lanzarme vítores mientras la chica sonreía de forma maliciosa. Pasamos una tarde agradable de risas, tonteos y manitas. En algún momento la chica hizo alusión, muy de pasada, a un novio (algo del pasado o poco serio), pero durante un segundo me desconcertó e hizo saltar un chispazo en mi cabeza -Esto fue determinante en lo que pasaría un par de horas después-. El resto de la tarde siguió en la misma línea, y cuando ya había anochecido, tiré otra vez de mis principios caballerescos y la acompañé a casa. En la calle, al pie de su edificio, cruzamos unas últimas palabras y bromas, y cuando menos lo esperaba me plantó un largo beso que me nubló la vista. Entonces me miró unos segundos y fue y me preguntó: "¿Quieres subir?"...

Hagamos aquí una pausa dramática. ¿Qué habríais contestado? "Sí" ¿Verdad? PUES NO. Estaba dispuesto a olvidarme de todo ese rollo de la conquista y el proceso lento y romántico. Me hubiera encantado subir, pero durante un segundo se me vino a la cabeza la imagen de un novio cachas de 1’90, cornudo y cabreado (¿Por qué cachas y 1’90? ¿Por qué no 1’70 y tirando a canijillo? Pues yo que se, a aquella chica parecía pegarle más un novio de 1’90 y ya está…). Así que mi sentido común pudo más que las ganas -vamos que me acojoné-, rehusé con toda la entereza y cortesía que pude, y ahí se acabó todo. Me pegué noches sin dormir, con mi alter ego machacándome sin descanso: "De verdad que tú eres tonto, lo tuyo no tiene remedio, no te vas a comer ni un puñetero colín…".

Unas semanas más tarde, un día en el que ni siquiera tenía pensado salir (y eso que la ciudad estaba de fiesta con un festival de música), un compañero me convenció para ir a tomar algo. En un botellón conocí a una chica guapa y tímida, que no sabía como quitarse de encima a un moscón borracho que, precisamente, también era compañero mío. Intervine y de buena manera conseguí que el tipo la dejase tranquila. Charlamos y bebimos durante un buen rato, y al final, cuando dijo que se iba a casa, otra vez mis principios caballerescos hablaron por mí. Me ofrecí a acompañarla, pues sus amigas todavía se quedarían un rato. Aceptó con ciertas reticencias -no se si por timidez o desgana- y nos despedimos en el portal de su bloque con un casto beso en la mejilla. Yo pensaba que allí se había terminado todo, pero uno o dos días después coincidimos en el autobús yendo a clase. Le propuse acercarme a buscarla a su facultad para tomar un café y aceptó. Me dio su número de aula (a falta de teléfono móvil) y unas horas más tarde me planté allí. Cuando vi que todo el mundo salía de la clase y ella no estaba, se me cayó el alma al suelo y me morí de vergüenza -"Me ha dado un aula equivocada, que diablos, seguro que ni estudia aquí. Qué forma más cruel de dar calabazas..."- pensé. Por suerte, cuando ya me iba, apareció corriendo disculpándose por el despiste y nos tomamos ese café. Diez años después esa chica se convirtió en mi mujer. De modo que, al final, tengo que dar gracias por todos los fracasos que, de una forma u otra, me llevaron hasta ella.

Así que de ligar, lo que se dice ligar, ni puñetera idea oiga...

lunes, 19 de diciembre de 2011

Esta pieza no es de este puzzle

Un día un niño, rebuscando en un baúl lleno de juguetes y juegos olvidados (ya sabéis cómo son los chiquillos hoy día, tienen de todo y de todo se cansan rápido), redescubrió un viejo puzzle. La imagen de la caja mostraba una bonita e intrincada ilustración de un cuento infantil. Junto a la imagen ponía "puzzle 100, 26x39 cms". Debió recibir aquel regalo en alguno de sus primeros cumpleaños, o quizás era cosa de los Reyes Magos (había que reconocer que en ciertas ocasiones se complicaban poco la vida). El chico, con renovado interés, desperdigó las piezas en la moqueta de su habitación y comenzó la tarea. No llegó a resolver aquel enigma de fragmentos sinuosos, pero mantuvo un inusitado interés durante casi una semana. Poco antes de aburrirse, el niño encontró una pieza entre las demás, más pequeña y de unos colores que no cuadraban con el conjunto. -¿Qué hace esto aquí? Esta pieza no es de este puzzle...- Apartó el fragmento con desinterés y se olvidó de él. Unos días después, la madre del chico limpiaba la habitación y bajo la cama encontró la pieza. La introdujo indolentemente en una caja cualquiera, de las muchas que había en aquel baúl, y siguió con su labor.

Pasaron unos años y el niño ya era más bien un muchacho. Un día, después de hacer los deberes iba a sentarse frente al ordenador, pero entonces se sintió un poco hastiado de videojuegos y, por casualidad, sus ojos se fueron a posar sobre el viejo baúl, el cual no debía abrir desde hacía, por lo menos, tres años. Escudriñó entre la amalgama de una década de ocio olvidado y encontró una caja. La ilustración mostraba una épica escena de lucha entre dos criaturas sobrenaturales de algún cómic o película. Le llamaron poderosamente la atención sus colores oscuros y siniestros, y la maestría del dibujo. Una literatura acompañaba a la imagen: "Puzzle 500, 34x48 cms". Hacía años que no intentaba montar un puzzle, pero esparció las piezas sobre una mesa grande y comenzó a clasificarlas. Después de un rato, había montado el marco y tenía separadas las piezas por colores parecidos. Uno de los fragmentos le llamó la atención, el reverso era de un color diferente: -¿Qué hace esto aquí? Esta pieza no es de este puzzle...-. Abrió otra caja del baúl al azar y dejó la díscola pieza. Tras un par de horas el chico estaba nuevamente sentado frente al ordenador. El puzzle a medio hacer descansó en la mesa durante un par de días, después la madre lo recogería con resignación y lo devolvería al baúl de los juguetes.

Años más tarde, una angustiosa noche de estudio en época de exámenes, el ahora casi adulto chaval, buscaba con avidez algo en lo que distraer su atención, después de un par de horas eternas de estudio. Era tarde, ninguno de sus amigos estaba conectado y necesitaba urgentemente distanciarse un rato de los libros. Entreabrió la ventana de la habitación y se encendió un cigarrillo (Hacía como un año que su madre sabía que fumaba y era permisiva al respecto, pero odiaba que la habitación apestase a humo...). Después de un siglo, el viejo baúl de juguetes le llamó de nuevo la atención. Lo abrió e investigó en el interior. Sacó la caja de un puzzle: 1000 piezas, 48x68 cms. Un plácido paisaje era el protagonista de la escena. ¿Qué mejor forma de relajarse un rato que buscar una idílica campiña entre los fragmentos de aquella ilustración? Salió de la habitación y recorrió la casa silenciosa en dirección a la cocina. Se llenó de nuevo la taza de café y volvió a su cuarto para empezar su relajante cometido. Cuando los primeros rayos de sol entraron en la habitación, dos o tres cafés más tarde, una pieza apareció entre las demás y las palabras fueron nuevamente pronunciadas: -¿Qué hace esto aquí? Esta pieza no es de este puzzle...-. El muchacho suspendió su examen del día siguiente (y algunos más). El puzzle del paisaje lucía un marco y colgaba de una pared por obra y gracia de una madre orgullosa de la perseverancia de un hijo. Y una pieza reposaba, olvidada, maltrecha y ya sin caja, en el fondo de un viejo baúl de juguetes.
...


Hay que ver cuanta tontería puede llegar a escribir uno para expresar un estado de ánimo. Lo peor es que, aunque a veces me haya podido sentir como ellos, hoy no soy ni el chaval ni su madre. Hoy soy la puta pieza de puzzle que no encaja en ningún sitio… Pero podría decirse que después de escribir este tostón me siento un poco mejor (verbi gratia).

lunes, 12 de diciembre de 2011

Puente en Madrid y otra semana cojonuda

Como vengo haciendo los últimos cinco o seis años, hace unos días he acudido al curso nacional de aikido que el maestro Kitaura imparte en Madrid por estas fechas –habitualmente el primer fin de semana de diciembre-. Este año habíamos planeado irnos todos (Cris, la niña y yo) y prolongar un poco más nuestra estancia en la capital, de modo que Cris y yo pudiéramos hacer algo especial el día de nuestro aniversario, y al mismo tiempo, hacer las presentaciones oficiales entre Olga y Madrid; con luces navideñas, zoológico y toda la parafernalia de unos idílicos días en familia. Nos tomamos un par de días de vacaciones para hacer puente con la Constitución y la Inmaculada y cogimos un hotelito por el barrio de Salamanca, céntrico y a diez minutos del polideportivo donde tendría lugar el curso, de modo que durante las sesiones del mismo -sábado y domingo-, Cris y la niña pudieran moverse con comodidad. Luego, desde el domingo por la tarde hasta el martes, disfrutaríamos de un merecido descanso familiar.

Pero como viene siendo habitual se nos jorobó el plan. Con toda sinceridad, intento denodadamente apearme de mi pesimismo, pero hay ocasiones en que la única forma que tengo de conseguirlo es comparar mi sino con el de un pobre niño congoleño (mis disculpas por la insensibilidad, sólo es una forma de hablar). Desde el segundo día de estancia en Madrid -y hasta hoy mismo- tenemos a la niña enferma, sin que nadie tenga muy claro que le pasa más allá del socorrido "es un virus". Llevamos más de una semana desesperados, luchando contra la fiebre a golpe de Dalsy y Apiretal y baños tibios a las cuatro de la mañana.

El planazo del domingo 4, día de nuestro aniversario, fue intentar mantener baja la fiebre de la niña. El plan lo completamos por la tarde-noche yendo de urgencias al hospital Niño Jesús, donde tras una evaluación previa (en la que obtuvimos una baja prioridad) nos vaticinaron cinco horas de espera. Como en ese momento la niña estaba bien -Dalsy gratia-, y allí había docenas de niños enfermos, decidimos salir escopetados, no fuera que al final nos llevásemos más de lo que traíamos...

Esa noche fue bastante toledana, pero como quiera que la niña amaneciera bastante bien, y dado que llevaba un mes hablando de los animales de zoo, decidimos arriesgarnos y darle en el gusto.

La mañana y parte de la tarde transcurrieron con cierta normalidad. La niña bastante cansada y mimosa, y algún amago de febrícula, pero bastante bien. Disfrutamos lo que pudimos del zoo y a última hora de la tarde, ya oscurecido, dimos una vuelta por la Plaza Mayor, Sol y Preciados, para que la enana alucinase un rato con la iluminación navideña. Pero cuando llegamos al hotel Olga estaba con 39,8º. Antitérmicos, baños de agua tibia y agobios. La noche tampoco fue buena y por la mañana empacamos nuestras cosas y salimos disparados para casa.

Parecía que la niña estaba bastante entonada por la mañana, e hizo bastante bien la primera parte del viaje; pero cuando paramos a comer en un hostal, la fiebre empezó a subir de nuevo, se le cambio la cara y parecía que iba a perder el conocimiento, así que pedimos una habitación, dejamos la comida en la mesa y subimos a bañar a la pequeña.

Cuando pareció que se recuperaba, comimos rápidamente, montamos en el coche, lo puse a 140 y no paré hasta llegar al servicio de urgencias del hospital, en Cáceres. Me río yo de la Odisea de Ulises.

Hoy lunes, ya han pasado ocho días desde que la niña empezó con esta batalla. Esta noche ha vuelto a los 39,5º. Su madre y yo a penas hemos dormido. Yo he tenido que desplazarme para trabajar y Cris la llevará esta mañana al pediatra por enésima vez. Y ya que estamos, después de que la hayan visto media docena de doctores (entre pediatras y médicos de urgencias) a ver si alguno considera mandarle, por lo menos, una analítica de una puta vez. Es un virus dicen..., sí, el catarro común, la gripe A y el jodido Ébola lo son, para saber eso no hay que estudiar medicina...

P.D.: Me disculparéis que hoy no tenga ganas de "vídeo del lunes".