miércoles, 12 de enero de 2011

Pinceladas Autobiográficas. El SUP3IA y el Trabajo (I)

Los inicios

Ya hace un buen puñado de años que empecé a hacer mis primeros pinitos en el mundo laboral acuciado por un padre que me ponía las pilas y amenazaba con cortarme el grifo de la subsistencia en mi espartana vida universitaria. La verdad es que razón no le faltaba, tuve un par de años nefastos y parecía que la Universidad, o al menos la Informática, no eran para mí.

Si bien no me eché al monte tan pronto como generaciones anteriores a la mía (mi padre salió de casa de sus progenitores con 18 primaveras a buscarse la vida y ya no volvió, salvo por vacaciones), a los 20 años (debía correr el año 96 o 97) empecé la ardua tarea de buscarme las habichuelas. Me parecía muy importante adquirir algún tipo de experiencia antes de terminar la carrera y pretendí simultanear estudios y trabajo. El problema es que, como yo no soy ninguna lumbrera, al final mis estudios se eternizaron, y terminar una ingeniería técnica casi acabó asemejándose a estudiar una licenciatura en Astrofísica con doctorado y master en computación cuántica de Feynman...

Los comienzos no fueron fáciles. Empecé trabajando un verano de camarero. Primero en un bar: diez horas, sin contrato y con un gordo cabrón con pinta de mafioso por jefe, que me pagaba una miseria semanalmente. Después en otro restaurante, con un jefe algo más "buenrollista" que se empeñaba en que no comentase con los compañeros la mierda que me pagaba: las mismas diez horas y el mismo "contrato". Al mes de estar allí, justo después de deslomarme subiendo dos barriles de cerveza de 70 kilos del sótano, me dijo: "Oye, que la cosa está chunga y ya no te vamos a necesitar. Mañana no vengas...".

Claro que mi breve paso por el digno y sacrificado mundo de la hostelería me regaló unas cuantas anécdotas para animar las reuniones con los amigos. Como aquella vez que estuve a punto de partirle la cara a un cliente borracho que me tiró una cerveza enterita a la cara. O aquella otra en que, justo al pasar por la puerta de un prostíbulo, se me rajó un saco de pollos congelados que traía de un almacén que estaba a dos calles del restaurante. Mira tú por donde, casualmente había una chica de vida alegre en la entrada de la mancebía... Jamás olvidaré aquella estampa de película de Almodóvar: La puta y el camarero recogiendo pollos congelados del suelo...

Desde entonces decidí que, mientras pudiera evitarlo, no iba a servir más copas ni comida, salvo en todo caso, para agasajar a los invitados de mi casa (tampoco iba a volver a comer pollo en restaurantes).

Subsistí una temporada haciendo pequeños trabajos que cobraba bajo cuerda para una pequeña consultora y para una aún más pequeña agencia de publicidad: modestas páginas web y CDs más o menos multimedia, algunos diseños para campañas publicitarias, algo de maquetación y mi favorito: un curso de Photoshop para amas de casa desempleadas, que se mostraron entusiasmadas ante el abanico de posibilidades que se abría ante ellas con el catálogo de filtros y una foto de sus maridos. Para empezar no estuvo mal, pese a que debía cobrar al cambio, más o menos, tres céntimos por hora de trabajo. Por aquel entonces mi padre aun me mantenía una modesta paga mensual.

El primer trabajo de verdad

Un buen día del año 2000, me llamaron para una entrevista de trabajo en un gran centro comercial de la ciudad, llamémosle "Rotonda". Rotonda, era una cadena internacional de centros comerciales que había crecido hasta dimensiones monstruosas tras la fusión de dos grandes grupos europeos. Más de 16.000 centros distribuidos por cuarenta países, medio millón de empleados… ¡Joder, iba a trabajar para una empresa multinacional! Dieron conmigo a través de la Concejalía de Juventud, donde meses antes había rellenado uno de esos formularios para acceder a una bolsa de trabajo. Buscaban a alguien con conocimientos de Informática y diseño gráfico. Así que allí me fui yo, con mi amplia experiencia en cacharreo informático doméstico, mi nociones de Corel y Photoshop y mi carrera a medio acabar (bueno, más bien a medio empezar).

Rotonda exudaba corporativismo por los cuatro costados: cursillos de concienciación de empresa, bucólicas convivencias campestres, cenas de Navidad y cálidos y paternales abrazos de la gran familia sistémica cada mañana.

Estuve trabajando con ellos durante nueve meses, aguantando a base de contratos trimestrales. Luego, cuando llegó la hora en que, por ley, debían ofrecerme un contrato indefinido, se acabó el corporativismo y el abrazo de la gran familia y me echaron a la puta calle.

Aun así, no fue una mala época. Me dieron un puesto de auxiliar de decoración, lo cual era bastante para mí, un pipiolo, sin experiencia demostrable, que esperaba empezar colocando latas de champiñones en el pasillo 12. Y en lugar de eso, mi trabajo colgaba en las alturas del centro, a la vista de todo el mundo. Yo estaba entre los "privilegiados". Yo ponía bonita la tienda. Yo traía la alegría y la ilusión en Navidad, en San Valentín y en la Vuelta al Cole, Yo alegraba el día a los clientes ofreciéndoles tres cajas de Choco-galletas por el precio de dos, en carteles de metro y medio… Yo subía el puto Papá Noel de metro ochenta y poliespan a diez metros de altura…

La experiencia en general fue bastante llevadera. Teníamos muy buen ambiente entre los compañeros, pese al jefe que, sin llegar a ser un haragán impenitente, se desmarcaba del trabajo con una destreza impropia de su orondez. Caminaba fatuo como aquel hombre que, sin haber terminado el bachillerato, se enorgullece de haberse hecho a sí mismo hasta verse convertido en un "experto" en Informática. Pero bueno, no era mala persona, al menos eso creía yo hasta que mucho tiempo después, cuando he ido al Rotonda para hacer la compra mensual, he observado, no sin cierta tristeza, que la mayoría de los que trabajaban allí se acuerdan de mi y me saludan, mientras mi jefe, por quien más de una vez estuve a punto de electrocutarme a diez metros de altura y por quien casi me descuerno al caerme desde lo alto de las estanterías del almacén, pasaba por mi lado mirándome por encima de la cabeza (pues además de fuertecito era bastante alto el tipo).

Teníamos horarios rotativos de mañana y tarde, y una o dos veces al mes nos tocaba quedarnos toda la noche para montar toda la parafernalia que acompañaba a las grandes campañas o hacer inventario (y más de una vez tuvimos que enganchar el turno de noche con el de mañana, por necesidades del centro). Aunque la mayoría del tiempo mi trabajo consistía en imprimir, cortar y montar carteles de ofertas en tienda, correr de un lado a otro con la grapadora y los vinilos de colores, y limpiar la nave que hacía las veces de oficina de decoración, durante esos nueve meses hice algunas cosas más, y ocasionalmente tuve la oportunidad de hacer algunos diseños para campañas locales. Esos días caminaba orgulloso por la tienda, pasando varias veces por los pasillos donde se exhibían mis obras de "DVDs a 9,95".

Trabajar de noche en una gran superficie era toda una experiencia. Entrábamos a la hora de cierre, pasadas las diez. En aquel entonces yo, estudiante, pobre, sin carné de conducir, y en mejor forma que ahora, solía ir en bicicleta al trabajo (quizás había tres o cuatro kilómetros). Vivía en una de las zonas más elevadas de la ciudad, por lo que bajar al trabajo era prácticamente un dejarse llevar. Pero volver a casa a las nueve o las diez de la mañana, después de estar trabajando toda la noche (un trabajo, por cierto, más físico que intelectual) podía convertirse en una tortuosa proeza.

El mejor momento de aquellas noches era cuando, a eso de las cuatro o las cinco de mañana, tomábamos por asalto la sección de pastelería, donde, con el beneplácito de la empresa, nos avituallábamos para un nada frugal desayuno. Luego, en la sala de descanso, lo regábamos todo con un capuchino de máquina mientras veíamos rascarse la barriga (y otras cosas), en riguroso directo, a aquellos diez primeros descerebrados que poblaron la casa del entonces novedoso estudio sociológico del "Gran Fulano".

Por las noches nos solíamos quedar sólo dos compañeros. En todo el centro comercial podía haber, además de nosotros, dos o tres guardias de seguridad, a los que a veces no nos encontrábamos en toda la noche. En ocasiones, teníamos que trabajar por separado en diferentes zonas de la nave, y pasábamos largos ratos solos, en pasillos silenciosos y en penumbra. La sección de juguetería, con sus peluches y muñecas mirándote desde las estanterías, acojonaba a aquellas horas. Desde entonces no puedo ni ver a Winnie the Pooh ni a las Bratz… Por desgracia, no conseguí ver realizada mi fantasía de correr en pelotas desde el pasillo de automoción hasta la sección de charcutería. Las cámaras de seguridad nunca dormían y uno no estaba nunca demasiado seguro de dónde se escondían, ni quién podía llegar a revisar las grabaciones nocturnas. Así que en los momentos de mayor relajación me conformaba con dar una vuelta por el pasillo de lencería, para examinar, sin sentirme atravesado por las miradas reprobatorias de las señoras, alguna prenda que me hubiera gustado regalar (sin atisbo de lascivia claro), si me hubiera atrevido a pasar por caja con eso en la mano y con la tienda llena de gente. Ocurría más o menos lo mismo cuando pasaba por la parafarmacia y me sorprendía la amplia variedad de preservativos que, durante el día, veía de soslayo y mirando de reojo. Me detenía pensando:-"debería probar estos"-, a sabiendas de que jamás podría atravesar las cajas, ocupadas frecuentemente por chicas agraciadas, mientras una cola de quince personas me clavaba los ojos al pasar una caja de condones Descontrol de color Burdeos, con espermicida, estrías y sabor a frambuesa, entre un brick de nata para repostería y un kilo de plátanos… Estaba seguro de que pensarían: "¡Hala va a follaaaaar!"...

En una ocasión, una de esas noches de diciembre en la que a uno se le encogía el escroto hasta la boca del estómago, yo había ido a trabajar, como de costumbre, en bicicleta. En la calle debíamos estar a cinco o seis grados bajo cero, así que cuando llegué al Rotonda tenía más similitudes con un pingüino que con un ser humano. En el centro comercial, en el que por las noches no había ni aire acondicionado ni calefacción, no estaríamos a más de diez grados. A las dos o las tres de la mañana, yo no había conseguido entrar en calor. Estaba encogido de frío, subido en un elevador, colgando carteles de una viga, y tuve una idea feliz… Me fui a la sección de ropa interior masculina a buscar unos buenos calzones largos o unas mallas, porque tenía las piernas congeladas. Total, si podíamos atiborrarnos de napolitanas y croissants ¿Por qué no iba a poder abrigarme un poco para que me llegara sangre a los pies mientras trabajaba? El caso es que en la sección de caballeros no encontré nada que me sirviera, así que no se me ocurrió otra cosa que irme a la sección femenina y pillar unos panties bien gordos para cubrirme las piernas... Yo, que nunca había estado en contacto con mi parte femenina ni en Carnaval (porque soy muy macho... y bastante cortado), no me podía hacer ni la más mínima idea (hasta ese momento) de lo complicado que es travestirse cuando pesas 85 kilos y tienes las piernas como columnas de Corinto. Varios años practicando atletismo en mi juventud me han dejado esta secuela que me obliga a comprar los pantalones dos tallas más grandes. Al final siempre hay que meterles del bajo y por la cintura casi me cabe una garrafa de agua de cinco litros...

En fin, que después ir al baño y de embutirme en mis panties XXXL, el resto de la noche transcurrió de forma mucho más llevadera y calentita. El problema es que cuando me iba para casa, a eso de las diez y media, descubrí que esas piezas de plástico que llevan algunas prendas de ropa como sistema antirrobo, tiene una versión más pequeña, discreta y cabrona, que pasa desapercibida. Fue a penas un hilo, un pequeño filamento, el que hizo saltar la alarma del arco de seguridad cada vez que intenté salir... No fue fácil darle una buena explicación de la historia al cariacontecido compañero de seguridad, pero al final le convencí de que eran unos panties que mi novia me había dejado para combatir el frío. El tipo debió imaginar que yo salía con una chica con el culo del tamaño de una mesa camilla y el acontecimiento no debió trascender porque seguí trabajando allí varios meses y no fui objeto de mofa.

6 comentarios:

  1. Me ha encantado. Esperaremos el resto con impaciencia.

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  2. Recuerdo perfectamente aquella época... !y el frío que hacía en las casas en que vivías! (ya lo sé, la cosa no daba para más ;) ). Pero también recuerdo que siempre te vi como un tipo con futuro, lo tenía claro. Pasito a pasito, avanzabas hacia una vida más "estable". Recuerdo muchas noches en las que compartías con nosotros los agobios de no saber si al mes siguiente ibas a poder seguir manteniéndote, pagar tus estudios y los gastos de vivir fuera de la casa de tus padres. Tiempos difíciles, pero en los que mirabas con esperanza al futuro. Y, créeme, no hay motivo para que ahora sea de otra manera. Puedes sentirte orgulloso de lo que has conseguido. Sobre todo de la familia que habéis creado.

    Entiendo tu pesimismo. Y el optimismo que encierra, también: Crees en tu gente, y crees en la fuerza que te dan para salir adelante. Tiempos duros nos esperan. Tiempos con actitudes que creíamos que no volverían a repetirse jamás: políticos hipócritas y cobardes, incapaces (al memos PP y PSOE) siquiera de crear un clima ilusionante en la sociedad que la libere del peso inmenso de un pesimismo casi suicida; hipócritas al decir ahora que "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", cuando fueron ellos los que permitieron, a sabiendas, que unos pocos vivieran muy muy por encima de las posibilidades de otros muchos, participando en la estafa piramidal del "pisito". Políticos que jodieron el presente de millones de españoles para que unos pocos engrosaran sus bolsillos de forma obscena y que, ahora, como consecuencia de todo ello, están a un tris de joder también nuestro futuro, hormiguitas sencillas que fuimos previsoras y que vemos ahora cómo las hijas de puta de las cigarras pegan una patada en la puerta de nuestras casas en busca de nuestras despensas.

    Pero como te digo, aún a pesar de todo, saldremos adelante. No hay otra alternativa. Para convencerte (si es que no lo estás), basta con que te diga una sola palabra: Olga.

    Un abrazo.

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  3. Pues me he reido un rato. Me gusta esta nueva orientación con la que has empezado tu versión 2.0 en esto de los blogs. Además, he descubierto que con las muñecas tenemos algo en común... :-D

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  4. Jamás dejará de maravillarme cuanto se aprende escuchando (leyendo) a la gente; y más cuando hablan de lo que le apasiona o de lo que les hace emocionarse.
    Yo también aplaudo el nuevo rumbo del blog.
    Enfrentarte a tu pesimismo te hace más optimista que la mayoría.

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  5. Los buenos viejos tiempos...
    Los magníficos buenos viejos tiempos.

    ...debo estar haciendo mayor ya :P

    Por cierto, Chis:
    "[...]hormiguitas sencillas que fuimos previsoras y que vemos ahora cómo las hijas de puta de las cigarras pegan una patada en la puerta de nuestras casas en busca de nuestras despensas."

    ¡¡Amén, hermano!!

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  6. Tambien me has arrancado una sonrisa :) Me he acordado de cuando Cris estaba en Coria, de aquellos diarios tan bonitos que escribias para ella... de los maravillosos espagetis carbonara que preparabas... y de las maravillosas charlas sobre comics.

    Es genial contarte como amigo! Y me encantan todos estos recuerdos y los que seguimos construyendo juntos!

    Besos para los tres!
    (especialmente para la renacuaja, a la que echo de menos muchisimo! Videocamara ya!)


    BEA

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