martes, 22 de febrero de 2011

Todos con pistola en la universidad

¿Cuántas veces has salido de un examen o de una reclamación anhelando sangre y venganza? ¿En cuantas clases o laboratorios de prácticas has deseado que el orador de aquel discurso, aburrido hasta la extenuación, cayese fulminado? ¿Cuántos rifirrafes con profesores o compañeros te hubiera gustado zanjar de un plumazo en un momento de calentón?... Pues no desesperes, muy pronto podrás acabar con todos tus problemas académicos cosiéndolos a balazos (al menos en USA).

Al gobernador de Texas, Rick Perry, le ha parecido una idea genial la propuesta de ley presentada ante la cámara legislativa –apoyada también por más de la mitad de la Cámara de Representantes- en la que se permitiría a los alumnos de las universidades de ese estado acudir armados al campus.

El sólido argumento para apoyar esta iniciativa es que se trata de una cuestión de legítima defensa, ya que la mejor salvaguarda contra alguien que usa un arma es que se pueda disparar contra él.

La verdad es que una ley como esa estaría muy bien. Así en lugar de tener a un perturbado que circunstancialmente consigue armas y la lía en las aulas, tendrían a cientos de colgados que legítimamente podrían llevarlas y usarlas escudados en el derecho a la auto-defensa. Eso es, sin ninguna duda, mucho mejor que evitar que cualquier post-adolescente pueda tener un rifle de asalto. Y ya que nos ponemos, yo no sólo permitiría portar armas en el campus, sino que llevarlas en ciertos momentos sería obligatorio, por ejemplo en las fiestas de las hermandades; no vaya a ser que Jim, el destacado y anabolizado quarterback, hasta las cejas de pastillas y alcohol, no pueda liarse a tiros inmediatamente con el impopular aunque encantador presidente del club de ajedrez, al que ha pillado mirando lascivamente a su popular pero promiscua novia Jennifer, capitana de las animadoras...

Siempre he tenido una idea bastante flexible a cerca de la posesión de armas. No creo que sea descabellado que alguien, tras pasar controles suficientemente rígidos, pueda tener un arma en su casa (bajo estrictas medidas de seguridad) para defender a su familia. Creo que en muchos casos (no digo en todos) sería un elemento disuasorio. Sinceramente, si un día alguien entrara en mi casa, violento y armado, y maniatase y golpease a mi familia (o cosas peores), quería tener la oportunidad (al menos) de reventarle la cabeza. Llamadme animal, pero llegadas ciertas circunstancias, creo que la mayoría de la gente ni se lo pensaría.

Otra cosa muy distinta es andar por la calle libremente con una pistola o un cañón recortado bajo la chaqueta. Creo que portar armas en lugares públicos debería ser una prerrogativa de las fuerzas de seguridad. Vale que a un poli o a un militar también se les puede ir la pinza, pero en principio es su obligación defender al resto de ciudadanos. Y puesto que parar la compra-venta ilegal de armas es todavía muy complicado y siempre habrá gente sin escrúpulos que pueda acceder a ellas, tiene que haber una forma de combatirlos más allá del spray de pimienta...

El tema de las armas siempre suscita debates y opiniones encontradas ¿Qué opináis?

jueves, 17 de febrero de 2011

Salamina

Voy a romper un poco el tono autobiográfico-cansino que viene siendo habitual desde que empecé con esto hace un mes y pico. Lo cierto es que me están saliendo unas entradas bastante extensas y sé que no todos mis numerosísimos lectores tienen siempre la paciencia, el tiempo o las ganas necesarias para enfrentarse a párrafos y párrafos de texto sin dibujos, por increíblemente interesante que sea el argumento.

Así que hoy (recuperando una costumbre de mi anterior blog) voy a recomendar una lectura. Se trata de Salamina de Javier Negrete. El libro narra, de forma novelada, los acontecimientos que tuvieron lugar durante las Guerras Médicas, en las que los persas acometieron la invasión de la antigua Grecia.

El hilo conductor es un genio y visionario de la época (también bastante manipulador): el ateniense Temístocles. La novela nos conduce a lo largo de famosas batallas, como Maratón, las Termópilas y la increíble batalla naval que da título al libro: Salamina. La obra, en general, es magnífica, pero particularmente la narración de las batallas me ha parecido magistral. 

Recomiendo encarecidamente esta novela; es una parte de la historia muy bien contada, pero con los ingredientes de un buen libro de aventuras. Eso sí, es mejor olvidarse de 300, con sus posturitas y abdominales de Photoshop; esto es historia de verdad (por mucho que me gustara la película desde luego).

Por cierto, gracias a Criti por el acertado regalo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Pinceladas autobiográficas: El SUP3IA también anhelan un cuerpo danone.

Aunque en nuestro país aún estamos algo lejos (aunque cada vez menos), de la típica americanada del quarterback y la cheerleader super-ideales y mega-populares de la muerte, está archidemostrado que el deporte, a lo largo de la vida de una persona, es un factor sociabilizante de bastante peso. Ya en mis tiempos, la popularidad de los chavales era directamente proporcional a turno en el que eran elegidos para jugar al fútbol en el patio de la escuela... Así que imagino que en mi infancia eso también debió determinar el tipo ligeramente asocial que soy hoy. No es que yo fuera de los más torpes, pero mi condición de gafotas precoz me hizo estar casi siempre entre los últimos en ser elegidos, y más de una vez fui el último que quedaba de pico.

Un año me hice amigo de un chico de apellido italiano. Era nuevo en el colegio y le recuerdo con cariño porque me pareció un chaval majo y humilde. El tío era bueno jugando al fútbol, de hecho, para los críos que éramos entonces era un crack. Un día se marcó una chilena que ha quedado grabada en mi retina todo este tiempo; ni Hugo Sánchez habría pegado semejante espaldarazo en aquella pista de cemento... No se que tal acabaron sus costillares, pero su popularidad se disparó.

Mientras mi amigo lograba (por meritos propios) el puesto de delantero titular del "Patio Escuela F.C.", yo pasé casi todo el tiempo en la portería esperando los trallazos de los más animales de la clase. Los muy cabrones llegaban a meta con la cara desencajada y le arreaban al balón con tanta mala leche como puntería, lo que hizo que al menos en un par ocasiones llegase a casa con los morros reventados y las gafas rotas. Alguna otra vez el cañonazo acertó un poco más abajo, lo que afortunadamente no comprometió mi capacidad para procrear. En el cole la portería no era un lugar glorioso defendido por gente guapa y exitosa. Allí íbamos a parar los últimos en ser elegidos, aquellos a los que nadie quería en su equipo. Seguro que si Iker Casillas hubiera ido a mi colegio nunca habría sido portero.

Tuvo que ser en el instituto cuando descubrí que los deportes de equipo no eran lo mío. Por aquel entonces intenté entrar en el equipo de baloncesto, pero las pruebas fueron un desastre. Yo ya había dado el estirón y, aunque no era demasiado alto, tenía una constitución física aceptable y me veía bien jugando de alero. Por desgracia allí me encontré con gente que jugaba muy bien y encima el aro de las narices conspiró contra mí y rechazó todos mis balones, así que me fui de aquel pabellón bastante frustrado. Más tarde, por casualidad, leí en uno de los tablones del instituto que el equipo de atletismo estaba buscando gente, así que decidí probar.

La prueba de los 1500 metros lisos fue un infierno. No recordaba haberme cansado tanto en toda mi vida (hasta que más tarde la asignatura de Educación Física me descubrió el maravilloso test de Cooper). Tenía tantas pulsaciones que a los quince segundos de ponerme la mano en la carótida ya había perdido la cuenta. Sin embargo las pruebas de velocidad no se me dieron mal y obtuve buenos resultados en los 100 metros lisos y en salto de longitud. Así que de esa forma, casi por casualidad, acabé de velocista en uno de los mejores equipos cadete de atletismo en la región. Parecía que había dado con la horma de mi zapato. Cuando me calzaba las zapatillas de clavos era rápido y conseguí varias medallas (pocas de oro, todo hay que decirlo). Estaba en un equipo pero no jugaba en equipo (salvo alguna genial carrera de 4x100 que recuerdo con especial cariño), así que pude disfrutar de mi individualidad y ganar algunos puntos de sociabilidad.

Cuando llegué a la Universidad me encontré con que no había un equipo de atletismo con el que seguir entrenando y como no me apetecía partirme la crisma jugando al rugby, estuve un tiempo yendo a diferentes gimnasios y pistas de atletismo para no perder el hábito. Después de varios años federado, entrenando y compitiendo, fue muy duro dejar todo aquello. Creo que con el atletismo alcancé mi mejor momento físico y además el ambiente en los entrenamientos y las competiciones era algo especial. Todo el mundo iba y venía, cada uno a su aire, pero todos formando parte del mismo equipo. A ratos me acercaba a ver cómo le iba al compañero que saltaba pértiga o al que lanzaba jabalina. Luego ellos estaban a pie de pista gritando ánimos cuando era yo el que disputaba las eliminatorias de los 100 metros... Era un ambiente genial, saludable y distendido, y después de muchos años la nostalgia todavía me asalta cuando veo una pista.

Más o menos en la época del instituto (quizás algo antes) ya me había dado también por las artes marciales. Conocí a un par de chavales autodidactas que me pasaron algún libro de karate y sobre todo películas, muchas películas. Supongo que cualquier crío de 14 o 15 años flipaba con Bruce Lee o con Jean Claude Van Damme, pero muy pocos estuvieron a punto de joderse los abductores por culpa de este último, eso seguro...

Durante mucho tiempo estuve haciendo el gamba en mi habitación (por desgracia para alguna desafortunada lámpara) y en lugares solitarios como garajes y azoteas (al más puro estilo de Connor McCloud). Estuve en un tris de provocarme varias lesiones genitales y cráneo-encefálicas, primero con jo y nunchaku caseros, luego con un nunchaku de verdad que compré a través de la revista Dojo (de la que fui fan declarado durante una temporada). Todo él de madera maciza, con cadena y remates de hierro...

El caso es que ya en la Universidad sí estuve recibiendo clases de forma "oficial" durante algunos años. Fue con un instructor de la Facultad de Ciencias del Deporte que había sido seleccionador nacional de la Federación Española de Karate. Y aunque no llegué a competir, si que estuve federado, lo que me dio la posibilidad de examinarme de varios grados (y de tener cobertura médica en caso de que algún animal me partiera la cara). Después aquel profesor se marchó y yo ya no encontré una escuela que me gustase, así que tuve que continuar mi camino de Karate Kid sin mi señor Miyagi particular.

Hoy día mi forma física subsiste gracias a un par de viejas pesas y a un banco de abdominales, y sobre todo a la práctica del Aikido, arte marcial que me acompaña desde hace ya bastantes años. Desde que naciera la niña y tras dejar el gimnasio, ando siempre a la búsqueda de minutos perdidos en los que seguir presentado batalla a los michelines y al sedentarismo impuestos por esta vida y esta suerte de trabajo que me ha tocado. Y eso que andar todo el día a la zaga de una enana revoltosa también debe quemar calorías (y la sangre algunas veces...). La niña se ha convertido en toda una experta en fuga de cochecito, y a la mínima que nos despistamos, se nos escapa corriendo por las tiendas y centros comerciales. Además mis riñones y mi espalda están acusando los continuos súbeme, bájame, cógeme, déjame, a volar, a caballito, a correr, a pillar… y un largo etcétera de expresiones imperativas irrenunciables.

Por fortuna todavía consigo mantener a raya mi línea de flotación, la cual no ha crecido demasiado en los últimos años. Claro que con esta vida que llevamos, en ocasiones, el único deporte que me apetece es caidita a plomo en el sofá, con mando de tele y portátil sobre barriga... Pero bueno, a estas alturas ya no me van a llamar para hacer la última película de Jason Bourne así que tal vez pueda permitirme el lujo de engordar con cierta dignidad...

martes, 1 de febrero de 2011

Reflexión y breve reseña sobre la adolescencia de un SUP3IA

Decir que los adolescentes me producen sarpullido sería bastante injusto. Yo mismo lo fui durante un tiempo; todos mis amigos, la mayoría de los cuales se han convertido en hombres y mujeres de provecho, también lo fueron; mi propia hija está condenada a serlo algún día (por mucho que me pese). Es por eso que estoy haciendo un terrible esfuerzo por cambiar mi punto de vista. Intento no quedarme sólo con la imagen del ni-ni, y me esfuerzo en pensar que hay esperanza más allá de las hordas descerebradas de clones de Amy Winehouse y Cristiano Ronaldo.

Supongo que en el momento en que se empieza a ver con cierto distanciamiento a la gente de menos edad se puede decir que uno se está haciendo mayor. Claro que si eso es cierto, yo he sido un abuelo cebolleta toda la vida, pues casi siempre me he sentido fuera de lugar, incluso entre mis coetáneos. Para mi desgracia fui educado en las maneras clásicas en lo que concierne al civismo, a las personas mayores o a las mujeres (por mencionar algunos). Así que cuando veo por la calle a los niñatos hablando a las chicas como cabreros, a las niñatas hablando entre ellas como fulanas, a las turbas juveniles vociferando improperios a personas de mayor edad y a las montañas de hormonas andantes pateando papeleras, contenedores, señales de tráfico o el coche de algún pobre fulano, no puedo evitarlo, se me enciende la mala leche y ya no atiendo a razones. Mea culpa, tiendo a generalizar.

En mi defensa tengo que decir que mi pesimismo no es el único culpable de mis opiniones. Cuando escuchas en la radio a un puñado de chavales que se manifiestan, entre gruñidos y balbuceos, contra la prohibición de los botellones en el centro de las ciudades, no puedes por menos que preocuparte ante tan severos problemas de dicción y comunicación... Si tuviera que transcribir sus declaraciones sería más o menos así:

“[...] Pooos lo van a tener chungo, no lo van a podé quitar, egque no pueden, po que nosotro tenemo derecho a divertirno y si lo ponen en el polígono y tal, po llega la policía con sus controle de alcohol y droga y sus rollos y cuando cogemo el coche nos pillan, y no queremo que nos pillen... La vamo a liá, así que no lo van a podé quitar [...]”

Yo no voy a pronunciarme con respecto al botellón, porque al margen de que me parezca una palabra horrorosa, salí algunos sábados a beber en la calle, sobre todo en el primer año de Universidad, en un arduo esfuerzo por mejorar mi estatus social. Por aquel entonces yo era bastante abstemio así que iba a Coca-Cola, aunque alguna vez, en estéril intento por rentabilizar mis tres euros, me tomaba un cubata que, a juzgar por el alcohol que llevaba, ni se merecía ese nombre. Sin embargo, declaraciones como esta en los medios de comunicación, lejos de ser un ejemplo de sesuda argumentación, ayudan bastante poco a la causa. Me inclino a pensar que esto forma parte de una taimada conspiración de los medios para mantener vivo el tópico de que todos los jóvenes son iguales con algún oscuro propósito, porque sino no me explico como es posible que cada vez que aparece un chaval en la tele o en la radio, sea para defender su derecho a beber alcohol en la calle, emitiendo sonidos parecidos al lenguaje humano y dándole patadas al diccionario...

Lo de la conspiración de los medios parece una tontería, pero cuando enciendes la televisión, con toda esa porquería que ensalza la ignorancia, la ceporrez y la mediocridad, da la impresión de que están patrocinando el subdesarrollo intelectual para lograr una masa de borregos manipulables... O simplemente es que nos gusta tanto la mierda que la televisión es de verdad un servicio público que no hace más que atender a nuestros deseos... Pero será otro día cuando destripe la tele, hoy no me apetece.

Aplicando el método científico de la observación y la experiencia, me fuerzo a pensar que la especie humana todavía tiene esperanzas. En mis años mozos ya conocía a unos cuantos que vivían de lunes a jueves pensando en estar borrachos de viernes a domingo; gente, por cierto, con sus habilidades intelectuales y comunicativas bastante mermadas. Pero también tuve la fortuna de conocer a unos cuantos seres humanos inquietos, curiosos y preocupados por el relleno de sus cráneos (y no sólo por su superficie). De hecho, comentando las cosas de la vida con mis padres, ellos también recuerdan especimenes de ambos tipos en su juventud. Así que no hay motivo para pensar que no pueda ser así en la actualidad...

En lo que a mi respecta fui un adolescente bastante normal (tirando a bobo). Recuerdo con bastante vergüenza mi edad del pavo, precisamente porque pavo lo fui un rato. No era de los que más daban la nota, la verdad es que era bastante discreto y no me dio por el vandalismo; pero las hormonas, con su acné y su voz de gallo, me traicionaron como al que más. La imagen que tenemos de nosotros mismos suele estar distorsionada y para colmo, la perspectiva de los años le hace verse a uno con cierta dureza. Pero no me equivoco demasiado si digo que yo fui de los románticos y enamoradizos hasta extremos ridículos. Hubo al menos un par de chicas (la típica compañera de instituto y la típica vecina, para más señas) que me trajeron de cabeza durante bastante tiempo y por las que hice el tonto hasta límites grotescos: Comprar rosas a una china un sábado por la noche o reescribir letras de canciones moñas de forma todavía más moña, son sólo una pequeña muestra, pero hay otras tantas historietas que me niego a contar, al menos hasta que alguien me pague mucho dinero... ¿Y todo para qué? Al final nunca me comí ni una puñetera rosca.

Por lo demás era un crío de lo más corriente. Me gustaba estar de palique con los amigos hasta las tantas en un parque, apurando los minutos antes de volver a casa corriendo para llegar a la hora. Hacía como que bailaba en los pubs y discotecas -dónde por cierto odiaba ir- balanceándome pavisoso de un pie a otro, con mi Coca-Cola en la mano, mientras me ponía enfermo viendo bailar a la única razón por la que yo iba a esos sitios. Como contrapunto friki, pasaba largas tardes jugando a Rol o me desahogaba cosiendo a balazos a los bichos del  Doom cuando daba por zanjadas todas mis tentativas por aproximarme al sexo opuesto.  Y en los intervalos que me quedaban intentaba estudiar mientras recordaba, a ratos el fracaso del sábado por la noche y a ratos a mi semielfo de nivel 25.

Quiero pensar que cafres y descerebrados los ha habido siempre y siempre los habrá. Lo único que pasa es que hoy día parece que se les presta más atención. Eso no quita que haya mucho animal al que habría que encerrar desde los 14 a los 24 años. Si tengo que romper una lanza a favor de los mancebos (haciendo un esfuerzo titánico), me atrevería a decir que no toda la culpa es siempre de los chavales. Unos modelos educativos deficientes, familias despreocupadas y mil influencias externas, aportan mucho más que un granito de arena al cocktail de hormonas e inseguridades que conforman a un adolescente. Tengo fe en que las influencias externas y los modelos educativos podrán ser contrarrestados (al menos parcialmente) armándome de paciencia y con un duro esfuerzo de comunicación y educación por mi parte como padre. Espero y deseo que sea así, porque sino, se de una que se va a pasar diez años atada a la pata de la cama...