miércoles, 9 de febrero de 2011

Pinceladas autobiográficas: El SUP3IA también anhelan un cuerpo danone.

Aunque en nuestro país aún estamos algo lejos (aunque cada vez menos), de la típica americanada del quarterback y la cheerleader super-ideales y mega-populares de la muerte, está archidemostrado que el deporte, a lo largo de la vida de una persona, es un factor sociabilizante de bastante peso. Ya en mis tiempos, la popularidad de los chavales era directamente proporcional a turno en el que eran elegidos para jugar al fútbol en el patio de la escuela... Así que imagino que en mi infancia eso también debió determinar el tipo ligeramente asocial que soy hoy. No es que yo fuera de los más torpes, pero mi condición de gafotas precoz me hizo estar casi siempre entre los últimos en ser elegidos, y más de una vez fui el último que quedaba de pico.

Un año me hice amigo de un chico de apellido italiano. Era nuevo en el colegio y le recuerdo con cariño porque me pareció un chaval majo y humilde. El tío era bueno jugando al fútbol, de hecho, para los críos que éramos entonces era un crack. Un día se marcó una chilena que ha quedado grabada en mi retina todo este tiempo; ni Hugo Sánchez habría pegado semejante espaldarazo en aquella pista de cemento... No se que tal acabaron sus costillares, pero su popularidad se disparó.

Mientras mi amigo lograba (por meritos propios) el puesto de delantero titular del "Patio Escuela F.C.", yo pasé casi todo el tiempo en la portería esperando los trallazos de los más animales de la clase. Los muy cabrones llegaban a meta con la cara desencajada y le arreaban al balón con tanta mala leche como puntería, lo que hizo que al menos en un par ocasiones llegase a casa con los morros reventados y las gafas rotas. Alguna otra vez el cañonazo acertó un poco más abajo, lo que afortunadamente no comprometió mi capacidad para procrear. En el cole la portería no era un lugar glorioso defendido por gente guapa y exitosa. Allí íbamos a parar los últimos en ser elegidos, aquellos a los que nadie quería en su equipo. Seguro que si Iker Casillas hubiera ido a mi colegio nunca habría sido portero.

Tuvo que ser en el instituto cuando descubrí que los deportes de equipo no eran lo mío. Por aquel entonces intenté entrar en el equipo de baloncesto, pero las pruebas fueron un desastre. Yo ya había dado el estirón y, aunque no era demasiado alto, tenía una constitución física aceptable y me veía bien jugando de alero. Por desgracia allí me encontré con gente que jugaba muy bien y encima el aro de las narices conspiró contra mí y rechazó todos mis balones, así que me fui de aquel pabellón bastante frustrado. Más tarde, por casualidad, leí en uno de los tablones del instituto que el equipo de atletismo estaba buscando gente, así que decidí probar.

La prueba de los 1500 metros lisos fue un infierno. No recordaba haberme cansado tanto en toda mi vida (hasta que más tarde la asignatura de Educación Física me descubrió el maravilloso test de Cooper). Tenía tantas pulsaciones que a los quince segundos de ponerme la mano en la carótida ya había perdido la cuenta. Sin embargo las pruebas de velocidad no se me dieron mal y obtuve buenos resultados en los 100 metros lisos y en salto de longitud. Así que de esa forma, casi por casualidad, acabé de velocista en uno de los mejores equipos cadete de atletismo en la región. Parecía que había dado con la horma de mi zapato. Cuando me calzaba las zapatillas de clavos era rápido y conseguí varias medallas (pocas de oro, todo hay que decirlo). Estaba en un equipo pero no jugaba en equipo (salvo alguna genial carrera de 4x100 que recuerdo con especial cariño), así que pude disfrutar de mi individualidad y ganar algunos puntos de sociabilidad.

Cuando llegué a la Universidad me encontré con que no había un equipo de atletismo con el que seguir entrenando y como no me apetecía partirme la crisma jugando al rugby, estuve un tiempo yendo a diferentes gimnasios y pistas de atletismo para no perder el hábito. Después de varios años federado, entrenando y compitiendo, fue muy duro dejar todo aquello. Creo que con el atletismo alcancé mi mejor momento físico y además el ambiente en los entrenamientos y las competiciones era algo especial. Todo el mundo iba y venía, cada uno a su aire, pero todos formando parte del mismo equipo. A ratos me acercaba a ver cómo le iba al compañero que saltaba pértiga o al que lanzaba jabalina. Luego ellos estaban a pie de pista gritando ánimos cuando era yo el que disputaba las eliminatorias de los 100 metros... Era un ambiente genial, saludable y distendido, y después de muchos años la nostalgia todavía me asalta cuando veo una pista.

Más o menos en la época del instituto (quizás algo antes) ya me había dado también por las artes marciales. Conocí a un par de chavales autodidactas que me pasaron algún libro de karate y sobre todo películas, muchas películas. Supongo que cualquier crío de 14 o 15 años flipaba con Bruce Lee o con Jean Claude Van Damme, pero muy pocos estuvieron a punto de joderse los abductores por culpa de este último, eso seguro...

Durante mucho tiempo estuve haciendo el gamba en mi habitación (por desgracia para alguna desafortunada lámpara) y en lugares solitarios como garajes y azoteas (al más puro estilo de Connor McCloud). Estuve en un tris de provocarme varias lesiones genitales y cráneo-encefálicas, primero con jo y nunchaku caseros, luego con un nunchaku de verdad que compré a través de la revista Dojo (de la que fui fan declarado durante una temporada). Todo él de madera maciza, con cadena y remates de hierro...

El caso es que ya en la Universidad sí estuve recibiendo clases de forma "oficial" durante algunos años. Fue con un instructor de la Facultad de Ciencias del Deporte que había sido seleccionador nacional de la Federación Española de Karate. Y aunque no llegué a competir, si que estuve federado, lo que me dio la posibilidad de examinarme de varios grados (y de tener cobertura médica en caso de que algún animal me partiera la cara). Después aquel profesor se marchó y yo ya no encontré una escuela que me gustase, así que tuve que continuar mi camino de Karate Kid sin mi señor Miyagi particular.

Hoy día mi forma física subsiste gracias a un par de viejas pesas y a un banco de abdominales, y sobre todo a la práctica del Aikido, arte marcial que me acompaña desde hace ya bastantes años. Desde que naciera la niña y tras dejar el gimnasio, ando siempre a la búsqueda de minutos perdidos en los que seguir presentado batalla a los michelines y al sedentarismo impuestos por esta vida y esta suerte de trabajo que me ha tocado. Y eso que andar todo el día a la zaga de una enana revoltosa también debe quemar calorías (y la sangre algunas veces...). La niña se ha convertido en toda una experta en fuga de cochecito, y a la mínima que nos despistamos, se nos escapa corriendo por las tiendas y centros comerciales. Además mis riñones y mi espalda están acusando los continuos súbeme, bájame, cógeme, déjame, a volar, a caballito, a correr, a pillar… y un largo etcétera de expresiones imperativas irrenunciables.

Por fortuna todavía consigo mantener a raya mi línea de flotación, la cual no ha crecido demasiado en los últimos años. Claro que con esta vida que llevamos, en ocasiones, el único deporte que me apetece es caidita a plomo en el sofá, con mando de tele y portátil sobre barriga... Pero bueno, a estas alturas ya no me van a llamar para hacer la última película de Jason Bourne así que tal vez pueda permitirme el lujo de engordar con cierta dignidad...

3 comentarios:

  1. Jeje, que imagen tan graciosa la que se me ha dibujado en la mente al leer los episodios de los abductores y los nunchakus :), bonito texto!

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  2. Qué bueno!! Por mi parte, llevo jugando ininterrumpidamente en equipos desde los siete años. Ahora me consuelo con equipos de funcionarios y veteranos... no es lo mismo pero, eso, consuela!! ;-)

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  3. Si es que, a lo tonto a lo tonto, nos hacemos mayores... ^_^

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