jueves, 27 de junio de 2013

Panadero humilde, anónimo héroe

Es el 21 de diciembre de 1976. Ya trascurren las horas centrales del día pero afuera hace frío. El niño duerme plácidamente en su cuna. La niñera, joven, inexperta y, probablemente, poco espabilada, recorre el piso realizando algunas labores domésticas de forma un tanto anodina. Tras un rato en la cocina regresa al comedor. Observa el panorama apabullada. Las faldillas de la mesa camilla arden pasto de las llamas, también hay fuego en los sillones y ha comenzado a extenderse por las cortinas. La chica sale corriendo aterrorizada de la vivienda, cerrando la puerta tras de si.

Poco rato después Juan, el panadero que hace su reparto diario en ese edificio, está parado frente a la puerta de la casa. Recoge descuidadamente la nota prendida de la bolsa del pan y entonces se da cuenta de algo: parece que sale humo por debajo de la puerta. Empieza a llamar insistentemente; primero al timbre, luego aporreando con los nudillos. No hay respuesta. Sin pensárselo dos veces la emprende a patadas y logra vencer la fragilidad de la cerradura. Una oleada de humo le llena súbitamente los pulmones y le irrita los ojos. Aguza el oído, cree haber escuchado algo. El sonido se hace más nítido, es el llanto de un bebé. Sin tener demasiado claro qué será lo siguiente, entra en la casa con el cesto del pan colgando de su hombro. Entre toses, logra abrirse paso a través de la humareda y encuentra la habitación donde un bebé de seis o siete meses llora, el humo ha empezado a entrar en el cuarto y el irritante olor ha desatado la llantina. Juan coge a la criatura, la deposita cuidadosamente dentro del cesto entre bollos y vienas, y cubre su cara con una sábana de la cuna. Luego sale corriendo de allí tan rápido como el humo y sus piernas se lo permiten.

Cuando el hombre llega a la calle, las sirenas de bomberos y policía ya ahogan cualquier otro sonido con su estruendo. El crío llora a todo pulmón, alterado por la agitación y el ruido, cuando Juan se lo entrega a uno de los agentes... 


... 

El otro día en casa de mis padres, volvió a surgir el tema del incendio, y por enésima vez desde que Olga supo que hace mucho tiempo la casa de los abuelos se había quemado, nos vimos narrándole una versión light del acontecimiento para satisfacer su curiosidad. Luego cuando la niña olvidó un poco el tema, mis padres y yo seguimos conversando un rato. Mi padre me contaba, todavía con un nudo en la garganta, que alguien le puso una mano en el hombro diciéndole apesadumbrado que su hijo estaba dentro. Me contaba, aún con una pizca de rabia, cómo intentaron impedirle la entrada en su casa. Me explicaba que, cuando logró entrar, se encontró en medio de un espectáculo desolador, y cómo intentando descolgar una lámpara de techo, que aparentemente se había salvado, ésta se convertía en polvo en sus manos...

No se si la historia fue exactamente así, pero sí se que el bebé al que una niñera inconsciente abandonó en medio de un incendio era yo. También se que si hoy puedo escribir esto es porque el señor Juan, me sacó de allí en su cesto del pan. Aquel día mis padres, dos críos con a penas 23 años, lo perdieron casi todo, pero un humilde panadero salvó lo más preciado.

Muchos años después, cuando mi familia volvió a Badajoz, trataron de localizar a aquel panadero para que yo lo conociera. Encontraron a su hijo. El señor Juan había muerto un año atrás por problemas basculares. Ocasionalmente el incendio, el panadero y el cesto de pan vuelven a nuestra memoria y hablamos de ello. Sin embargo en esta ocasión cuando mis padres me recordaron el nombre (supongo que por enésima vez), algo se me removió por dentro y pensé que después de llevar tanto tiempo escribiendo en blogs y contando tontadas más o menos intrascendentes sobre mi vida, nunca había escrito nada sobre este hecho en particular, sobre el héroe protagonista y sobre el día en que probablemente volví a nacer.

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