25 de junio de 2011. Una ciudad en el norte de Extremadura. 41ºC a la sombra. Ni un gorrión en las calles... Bueno, salvo cientos de sanjuaneros fiesteros y etílicos por todas partes.
Este fin de semana, como viene siendo tradición, tocaba darse una vuelta por los San Juanes de Coria. Como de costumbre: toros, peñas y alcohol hasta decir basta. Dicen que hay que ser de la tierra para entender la fiesta. Vale, me lo creo. Pero esperar a 40º C, rodeado de gente sudorosa y alcoholizada, en calles llenas de basura -donde un ligero aroma a orina flota por todas partes-, para ver pasar corriendo a un toro y tres cabestros (suponiendo que puedas ver algo), durante unos 3 segundos, dista bastante de mi idea de diversión... Por no hablar de correr delante de esos bichos de 600 kilos y cuernos enormes. Dicen que ahí es donde está la gracia... A mí que me esperen.
... Y aún así allí estuvimos, exponiéndonos –niña incluida- a un golpe de calor. Bien fuera esperando ver a los bóvidos, bien fuera caminando –a unos 38 o 39 grados y habiendo desistido de ver más toros- en dirección al río, donde estaban los cacharritos de la feria. Bajamos a las orillas del Alagón buscando algo de fresco y montar a la enana en alguna atracción (serían las siete o siete y media). Y de paso huíamos de la masificación del centro, donde en esos momentos un toro y cientos de personas corrían por la calles. Pero al llegar al río ¡sorpresa!, la feria estaba completamente muerta, ni una atracción en funcionamiento. Así que nos tomamos unas cervezas y un zumo en los chiringuitos desiertos y emprendemos el tortuoso ascenso al centro, en busca del refugio en casa de la abuela, con el mismo calor y bastante frustración. Luego resultó que los feriantes no se ponían en marcha hasta las diez más o menos. Supongo ninguno contaba con niños pequeños antes de esa hora, que sé yo...
Las peñas, repartidas ecuánimemente por todas las calles, hicieron de las calurosas noches de San Juan toda una delicia. Los gritos de voces roncas, gangosas y destiladas, los petardos a altas horas de la madrugada y el estruendo de esa emotiva música chunda-chunda, alcanzaron el éxtasis místico la madrugada del sábado al domingo, cuando habiendo conciliado el sueño –pese a todo, y un buen rato después de acostarme- me desperté sobresaltado sobre las dos y media por un toque de corneta. Yo que creí haberme librado de la mili gracias a las prórrogas por estudios, me encontré saltando de la cama al toque de diana, que pronto mutó en paso doble taurino y, posteriormente, en una pésima interpretación de Paquito el Chocolatero. A las tres y pico ya me escocían las ganas de bajar a la calle y hacerle tragar el instrumento al puto tonto de la trompeta, asumiendo incluso de buen grado que, después de la ingesta, sus colegas me partirían la cara. Finalmente a las tres y media, el sonido aberrante se fue alejando para hacer las delicias, supongo, de los vecinos de otras calles. Respiré profundamente. El ruido de la calle volvió a niveles "normales", me acosté y recibí a Morfeo fantaseando con elaboradas torturas. En mi mente resonaban las palabras "tenemos derecho a divertirnos, tenemos derecho a divertirnos...". Y me llegó el sueño intentando dar sentido al hecho de que la diversión de unos dependa, tan lamentablemente, de molestar a otros.